Conocí a una persona capaz de disfrutar de un vaso de agua tibia. Lo digo como si hubiera descubierto la pólvora porque así lo siento y porque es de las mejores cosas que me pasaron en la vida. Cuando digo disfrutar, lo digo de un modo superlativo, porque Luchín Duarte tomaba agua como si se estuviera bebiendo el cielo con todas sus estrellas.
Hay otras mil cosas para contar de Luchín, pero esta lo describía más cabalmente que ninguna otra: era capaz de disfrutar de la vida como nadie que haya conocido y es probable que como nadie que haya existido desde Adán y Eva a nuestros días. Es que para Luchín estar vivo era como para cualquier otro mortal ser campeón del mundo. Muchísimas veces me dijo eufórico ¡estamos vivos! como si fuera lo mejor que puede pasar en la vida... y es verdad: ¿qué es mejor en esta tierra que estar vivos?
Pero Luchín ya no está vivo. Murió esta madrugada en el Hospital Alemán de Buenos Aires. En marzo se puso amarillo: era el páncreas. Tuvimos esperanzas, de a ratos, pero él nos porfiaba que estaba mal, porque así se sentía por primera vez en su vida: nunca, en sus 76 años había estado enfermo. Decía que no se sentía con 76 sino con 67, pero ya en el sanatorio empezó a contarnos que se percibía de 77: como si hubiera envejecido en los últimos meses.
Si caías a lo de Luchín con una botella de lo que sea, anotaba tu nombre y la fecha y la acostaba en la bodega de abajo de la escalera. Con los años, volvía a aparecer tu botella, solo que mucho mejor. Pero eso no es nada: si el vino se había estropeado un poco, lo tomábamos igual, en honor al vino, pero sobre todo a la amistad. Y lo mejor de todo es que podías caer en cualquier ocasión y con lo que sea, porque en lo de Luchín el tiempo siempre tuvo otra dimensión.
En lo de Luchín y Ana, claro. Porque Luchín no estaba solo. Desde que los conocí, Ana María Fiaccadori siempre estuvo allí para que todas las cosas de este mundo y de otras dimensiones posibles se conviertan en temas de conversación, en Posadas, en Corrientes o en la Laguna, como le decíamos a su casa del Iberá. Con Luchín nunca importaba el final de ninguna historia y tampoco el principio. ¿Será que Luchín es eterno?