Al final de la columna del domingo pasado planteaba que los países maduran como las personas. No es un gran descubrimiento. La madurez es una analogía vegetal muy extendida en el mundo animal, pero sobre todo entre los humanos. Lo que puede parecer un poco tirado de los pelos es aplicarlo a colectivos como un país o cualquier organización social, desde la familia a las Naciones Unidas.
El derecho —que siempre sigue a la vida— ha inventado las personas jurídicas, también llamadas morales, pero le costó sus años. Esta vez no fueron los romanos, que algo vislumbraban pero no les gustaba mucho esa especie de ficción. Tuvo que evolucionar la idea hasta llegar al concepto actual en la época de la Revolución Francesa y luego durante el pragmatismo napoleónico.
Las personas de existencia ideal, como también se las llama, tienen estándares jurídicos análogos a los de las personas físicas, con nacimiento y muerte, con voluntad, deberes y derechos, con patrimonio y responsabilidades, salvo la responsabilidad penal, cosa que algunos juristas discuten en el ámbito de los límites del resarcimiento económico. Está claro que la pena que no le cabe a una persona moral es la cárcel, pero sí todas las demás, en su debida proporción y análogamente a las sanciones penales aplicables a las personas de carne y hueso, como multas, inhabilitaciones o retiro de la personería, que sería algo así como la pena de muerte.
También análogamente y en sentido figurado se puede decir (y se dice) que una sociedad es inmadura cuando actúa colectivamente de un modo infantil o adolescente. Y al igual que ocurre con las personas físicas, esa madurez no es necesariamente paralela al crecimiento vegetativo, a la madurez que dan los años: hay adolescentes de 90 y hay maduros a los doce.
Las frutas maduran con el sol y el calor y cuando están en la planta a casi todas les viene bien un golpe de clima para ser más dulces. Las personas de carne y hueso maduramos con los golpes de la vida, pero en eso somos más parecidos a las piedras que a las frutas. Las piedras se pulen entre ellas hasta volverse canto rodado, lisas y redondas, sin aristas. Maduramos a fuerza de caer y volver a levantarnos una y otra vez, pero sobre todo maduramos cuando las adversidades nos sacan las aristas y nos enseñan a convivir con personas que también están perdiendo las suyas.
Las sociedades maduran con los golpes de la historia. Con los fracasos, las adversidades, las vueltas del destino. Maduran con cataclismos, catástrofes y guerras... y a veces se pasan de tanto madurar. Europa es el ejemplo más evidente: fue el campo de batalla de todas las guerras hasta llegar a la madurez de la Unión Europea. Japón es otro caso paradigmático.
Nuestro mayor déficit de madurez sigue siendo la confusión entre lo esencial de lo accidental, que es la más palmaria muestra de adolescencia y lo que casi siempre se aprende a los golpes. ¿Será que a la Argentina le faltan esos golpes? Capaz que sí... o quizás sea mejor que sigamos siendo campeones mundiales de la inmadurez.
Hace casi once años se me ocurre que la elección de Jorge Bergoglio como Papa en Roma podía provocar esa madurez colectiva, porque Francisco pasaría a ser el modelo argentino por antonomasia, desbancando a ídolos que no se lo merecen y que ahora no pienso nombrar. Tengo todavía esa esperanza.