14 de enero de 2024

Tarumba tropical

Lope de Aguirre fue un conquistador español de origen vasco (nació en Guipúzcoa en 1510) pero no fue uno más sino el más chiflado de todos. Entre sus locas aventuras está documentada una que empieza en Potosí en 1551, cuando el juez Francisco de Esquivel lo arresta por infringir las leyes de protección de los indios. En su defensa, Aguirre argumentó su nobleza, pero igual el juez lo condenó a ser azotado públicamente. Con la sangre la espalda y también en el ojo, Lope esperó hasta el fin del mandato de Esquivel y empezó a perseguirlo, pero el exjuez se escondía y cambiaba de domicilio y de ciudad constantemente. Lo persiguió hasta Quito y después, de vuelta, al Cusco; recorrió 6.000 kilómetros a pie durante tres años y cuatro meses, hasta que lo asesinó en la biblioteca de su casa en el Cusco. Fue condenado a muerte por ese asesinato, pero huyó hasta Tucumán. En 1554 Alonso de Alvarado lo perdona para incorporarlo al ejército que combatía a un encomendero rebelde en plena guerra civil entre españoles del Perú. Quedó rengo para siempre por una herida en batalla y una espingarda defectuosa le quemó las manos.

Se la hago corta para llegar al final: en 1560 el virrey del Perú se lo quiere sacar de encima y lo manda a buscar El Dorado en una expedición que baja al Amazonas por el río Marañón. La expedición fracasa, como todas las que buscaron El Dorado, pero entre el Marañón y el Atlántico, Aguirre mata a los jefes, se proclama emperador y le declara la guerra al rey de España desde la isla Margarita. La aventura termina cuando lo arrestan y es ajusticiado en Barquisimeto el 27 de octubre de 1561.

Dicen los que escribieron las locas andanzas de Lope de Aguirre, que lo enloqueció el sol. Parece que el casco trabajó de cacerola en la que el sol le cocinó el cerebro hasta provocarle lo que llamaban la tarumba equinoccial. El libro La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender, y las películas Aguirre la ira de Dios de Werner Herzog (1972) y El Dorado de Carlos Saura (1987), son relatos formidables de las locuras de don Lope.


Me acordaba de la tarumba de Lope de Aguirre cuando esta semana me subí al auto después de tomar un café con un amigo en Posadas. Lo dejé estacionado en un espacio de cortesía de la misma cafetería. No suelo ir en auto al centro por lo difícil que es estacionar dentro de las Cuatro Avenidas, pero ese día venía de lejos y me sugirieron ese local precisamente porque tiene lugar donde dejar los coches. Todo genial, la conversación, el café, el local... hasta que salí, apenas pasado el mediodía para llegar a mi casa a tiempo. A mi pobre autito le había dado el sol de justicia que cae a pico en esta latitud y a estas alturas del año. Entrar en el auto era como meterse en el infierno y el volante quemaba como la espingarda de Lope de Aguirre. Las tarjetas de plástico que había olvidado adentro, estaban arrepolladas y por suerte no había dejado el celular porque creo que se habría derretido.

No es una queja, ya que probablemente en la calle habría sido igual y por lo menos allí conseguí un espacio que me resultaba útil. Solo quería referirme a este hecho para recordar los efectos del sol sobre nosotros: si hace eso con la tarjeta SUBE, imagínese lo que puede hacer en su piel, en su cabeza, en sus ojos o en su cerebro.

Esta columna no es un anuncio de protector solar, aunque le recomiende vivamente que lo use si se expone a sus rayos. Esta columna es otra más, y van unas cuantas, sobre la necesidad de sombra en nuestras ciudades. Y no hay que ser astrónomo ni conquistador para saber que solo los árboles dan sombra en las horas del mediodía, cuando el sol cae vertical, sobre nosotros y a pesar de eso tenemos que seguir trabajando en lugar de escondernos en una cueva para que no nos asesine.