Belgrano, obediente a la autoridad, solo izó y arrió en Rosario la bandera que había creado y que describía como blanca y celeste. Mientras tanto, sus tropas siguieron luchando bajo la enseña española, entre otras cosas porque eran tan americanos y tan españoles como los enemigos con que se enfrentaban, a quienes llamaban realistas, pero de un rey que no querían (que ese año todavía era el hermano de Napoleón). Esa bandera no era la rojigualda sino la del imperio español, con la Cruz de Borgoña, formada por dos troncos aspados, con los gajos cortados, rojos sobre fondo blanco, que todavía flamea en el regimiento Patricios de Buenos Aires.
Desde las invasiones inglesas, las tropas del virreinato usaron una escarapela o blasón con los colores celeste y blanco de la Orden de Carlos III, que hasta hoy decoran a los reyes de España. Esa escarapela fue la que distinguió a las tropas del Ejército del Norte de las realistas en la batalla de Tucumán, ya que ambos ejércitos pelearon bajo la misma bandera el 24 de septiembre de 1812. Lo de la misma bandera ponía loco al general, que insistía con la blanca y celeste ante el gobierno de Buenos Aires porque quería distinguirse pero sobre todo quería la independencia, pero los pesados del Triunvirato volvían a prohibirle el uso de otra que no fuera la española. Recién en la batalla de Salta, librada el 20 de febrero de 1813, se usó por primera vez la enseña nacional, tres años, cuatro meses y 17 días antes de la Independencia, cuando la escarapela tenía ya por menos seis años.
Después del triunfo de Tucumán, el Ejército del Norte salió apresurado para Salta en persecución de las tropas de Pío Tristán. Al vadear el río Pasaje, llegó un chasqui con la noticia: la Asamblea del Año XIII había destituido al Triunvirato y autorizaba el uso de la bandera de Belgrano. El general se apresuró entonces a tomar el juramento a sus tropas, acampadas a orillas de ese río, que ahora se llama Juramento. Fue el 13 de febrero de 1813 y estas fueron las palabras de don Manuel:
Soldados de la Patria: en este punto hemos tenido la gloria de vestir la escarapela nacional que ha designado nuestro excelentísimo Gobierno (...) Juremos vencer a los enemigos interiores y exteriores, y la América del Sur será el templo de la independencia y de la libertad. En fe de que así lo juráis, decid conmigo ¡Viva la Patria!
Me acordaba de esta jura la semana pasada, después de escribir sobre los juramentos apócrifos, cada vez más estrambóticos, en todos los poderes y en todos los niveles de gobierno. Decía que los que no se hacen según las formas que prescribe la ley son nulos o inválidos, pero sobre todo trataba de explicar que al deconstruirse, los juramentos terminan reducidos a unas declaraciones altisonantes, narcisistas y autorreferenciales.
El juramento a la bandera es el más esencial de todos. Juramos defenderla hasta morir, sin intermediarios ni más testigos que los que nos oyen decirlo. A Manuel Belgrano le bastó con un ¡Viva la Patria! y pienso que ese debería ser el modelo y la fórmula de todo juramento: cumplir con la Constitución y las leyes de la Patria. Y no tomar en vano el nombre de Dios ni nada que no sea la palabra empeñada de argentinos honrados.