1 de octubre de 2023
Mitad y adolescencia colectiva
A pesar de que esos días se nos llena la boca con la palabra democracia, el acto electoral no es su esencia y tampoco su fundamento. Es apenas una consecuencia de la idea central de la democracia que es la convivencia pacífica de los que piensan distinto.
Antes de que en occidente se instalara la cultura democrática, se lograba la convivencia pacífica venciendo a los enemigos en el campo de batalla. No se crea que fue hace tanto: nuestras guerras civiles del siglo XIX fueron eso y la violencia política tuvo sus destellos hasta bien entrado el siglo XX. Pero el hito de la convivencia nacional fue la Constitución de 1853, que estableció la democracia republicana como estilo de vida, el federalismo que reconoce la soberanía de las provincias, el presidencialismo como forma de gobierno, la separación de poderes que limita el poder político, y un poder legislativo bicameral que representa a las provincias por igual y al pueblo de modo proporcional a los votos. Lastimosamente, en el camino perdimos la elección indirecta.
En el campo de batalla nunca gana el más débil porque fuerte es el que gana y débil el que pierde. Pero sí puede ganar el ejército menos numeroso y perder el que tiene más soldados, porque eso depende de la estrategia y de las tácticas –de la inteligencia– aplicadas a cada batalla. En democracia cada persona es un voto sin importar la condición: da lo mismo si es más fuerte, rico, instruido o inteligente... y la estrategia consiste en conseguir el número suficiente para ganarle al adversario. En la democracia también puede ganar el más inteligente, que es el que conoce la realidad mejor que los demás, el que copia el campo, el que se adelanta a la voluntad popular porque la interpreta mejor que los otros.
Cuando esas mayorías son decididamente superiores, todos tenemos claro quién debe gobernar y quiénes se quedan en la oposición. Pero el problema aparece cuando las principales fuerzas políticas están cerca de lo que en estadística se llama empate técnico, que se da cuando la escasa diferencia impide hablar de ganadores y perdedores. Todo podría ser, incluso que una elección termine tan empatada que la igualdad sea exacta: imagínese que haya que tirar al aire una moneda para saber quien gana porque en la elección sale la mismísima cantidad de votos entre los que disputan la segunda vuelta.
No hay ningún problema de legitimidad cuando, después de contar y recontar papeletas, se gana por escasa diferencia y los adversarios aceptan el resultado. Pero el problema no es la legitimidad del voto sino la actitud de los que ganan por poco pero después se imponen despóticamente a los que pierden, también por poco, cuando es evidente que podría haber ganado tanto uno como el otro, quizá si las elecciones hubieran sido el día anterior o el siguiente.
Imponerle a las minorías el pensamiento de las mayorías es lo más antidemocrático que hay y mucho peor cuando es mínima la diferencia. En esos casos, gobernar para todos implica reconocer que la mitad del país piensa distinto y espera del gobierno la consideración que merece, aunque haya sido el adversario en las urnas.
En lugar de esa consideración, desde antes de nuestra independencia la mitad de los argentinos maltrata a la otra mitad. Para salir de ese laberinto adolescente no queda otra que buscar la unidad, fortalecer la unión con las ideas que nos unen, ceder en las que nos separan y gobernar con todos y para todos. Algo de eso ha dicho esta semana uno de los tres candidatos, entre quienes está el próximo presidente. Pero deberían decirlo –y hacerlo– todos. Sería una señal de que la Argentina está saliendo de la adolescencia y llegando a la mayoría de edad.