Es el caso de algunos candidatos que aparecieron en la política argentina en la década de los 90 del siglo pasado. Carlos Menem fichaba como candidatos a personas famosas por sus éxitos en el deporte o en el espectáculo y se ahorraba el caro proceso de instalarlos en el conocimiento público. Los deportistas son ideales porque, agotada su etapa competitiva, les queda la vida por delante. Daniel Scioli y Carlos Reutemann fueron los típicos terceros hombres deportistas de aquella época. Palito Ortega, en cambio, llegó del espectáculo. Entran en la categoría también los militares victoriosos que se pasan a la política, costumbre que viene desde Escipión el Africano, pero más cerca de nuestra era democrática están los casos de Ulysses Grant o Dwight Eisenhower en Estados Unidos, y de José Félix Estigarribia en el Paraguay.
No considero tercer hombre a Mauricio Macri –que amaneció a la política en Boca Juniors– porque la búsqueda del poder en las entidades deportivas es política pura, similar a lo que ocurre en las cooperativas o los sindicatos, que suelen ser trampolines hacia la lucha por el poder en el Estado.
Los terceros hombres tienen a su favor que no están quemados por la política. Pero no son outsiders, porque entran a la política de la mano de los políticos y son usados por los políticos con más o menos éxito.
El outsider apareció ahora en la Argentina y todavía estamos un poco asombrados por el fenómeno que irrumpe como una marea que crece más cuanto más la tratan de parar. Parece la respuesta al malestar generalizado y a la voluntad colectiva de que se rompa de una vez la espiral decadente. El fenómeno tiene parecidos y diferencias con la escalada hacia el poder de Juan Domingo Perón en 1945, pero no hay que apurarse porque todavía no sabemos cómo terminará y para colmo están claras sus antípodas ideológicas, pero eso no es determinante para ningún outsider. Es terreno fértil para los outsiders el cansancio colectivo, sobre todo entre los más jóvenes y ahora resulta que el objeto de ese hartazgo parece ser el agotamiento del fenómeno que inició Perón aquel año.
El politólogo Gustavo Marangoni citaba por televisión un pasaje del Evangelio bastante conocido: no se echa el vino nuevo en odres viejos. Es porque el vino es más rico cuanto más viejo mientras que los odres cuanto más viejos más estropeados. Algo así nos pasa hoy con el outsider: las ideas viejas son para los viejos, siempre más moderados; las nuevas son para los jóvenes, que no tienen ganas de meterse en odres viejos, tampoco miden mucho las consecuencias y para colmo ya están desequilibrando el padrón electoral.
¿Hay que romper todo y sumergirse en la dimensión desconocida? Imposible saberlo ahora, pero es bastante elemental que los experimentos salen más veces mal que bien y también que si no se experimenta, nunca se cambia. Solo habría que rogar que ese giro en la historia no termine en un cataclismo que nos haga sufrir. Volodomir Zelenski también es un outsider al que los ucranianos eligieron como presidente, en contra de las políticas prorrusas de los de siempre y hoy están entrampados en una cruenta guerra con Rusia de pronóstico incierto. Es el costo de la independencia que todos esperan que llegue, pero... ¿hay que pagar ese costo?