Quizás nos confunda que haya casi infinitos modos de decir la misma verdad. Es la eterna discusión entre subjetividad y objetividad: cada uno de nosotros ve las mismas cosas desde su propio prisma, que incluye la luz, el ángulo, el sueño, la comida, la bebida, la edad, la cultura, los prejuicios, la genética, las condiciones físicas... pero ninguno es una excusa para no decir la verdad. Es que el relato de la verdad es una curva asintótica: para conocerla, el sujeto debe acercarse a la realidad todo lo que pueda, aunque nunca la toque.
Los millones de maneras de contar la realidad y la constatación de que —por maldad o por ignorancia— todas puedan ser tanto verdades como mentiras, dan una saludable borrosidad a la vida y también temas de discusión y de conversación. Con los datos, en cambio, no hay nunca dos verdades. Se puede discutir sobre el verdadero color de un vestido o tener versiones distintas sobre un hecho oscuro de la historia, lo que no tiene discusión posible son los resultados deportivos, la temperatura en el lugar que se mide, unas elecciones bien contadas, o los datos que quiera agregar. A esa verdad hay que llegar a como dé lugar para que todos la acepten como única y para que nos pongamos de acuerdo en lo esencial.
En los discursos de campaña la mentira se percibe tan fácil que enternece. Pero al mismo tiempo se documenta el uso político de la mentira en las encuestas, que son información (verdad) para los políticos y desinformación (mentira) para los que votan.
Para que nadie se sienta aludido, supongamos que estamos viendo una serie estilo Borgen... Resulta que Birgitte Nyborg contrata una consultora que hace la encuesta y le entrega los resultados, discretamente y previo pago. Si son buenos, Nyborg pacta con la encuestadora dar al público unos números más ajustados para que los votantes no crean que no hace falta ir a votar. Si son malos, también mejor que parezca que podemos ganar porque a todos nos gusta subirnos al carro del vencedor. Y si son muy malos, achiquemos la brecha para que los votantes no se desalienten y crean que la pueden dar vuelta. A veces pareciera que ni siquiera hacen el trabajo de campo: copian números de otra y los ajustan a los requerimientos de quien les paga.
Siempre los resultados publicados de las encuestas políticas favorecen al cliente más que los otros, por eso es muy importante saber quién la encarga y aplicarle un coeficiente de mentira. Además, resulta que los mismos políticos que las contratan prohiben publicarlas cerca de la elección y de ese modo reconocen que prohiben decir la verdad a los votantes. Como lo hacen sin remordimientos, hay que suponer que saben que son mentira podrida y que sirven para manipular, igual que la propaganda política, las dádivas y las inauguraciones, que también prohiben al mismo tiempo.
Ya dije que estamos en el terreno de la ficción, pero hay que admitir que es muy parecida a lo que pasa en cada elección y no solo en la Argentina. Los mentirólogos quedan pedaleando en el aire el día de la elección, que es la encuesta definitiva y la única que vale. Lo que no se entiende es por qué antes de la siguiente elección les volvemos a creer todas sus mentiras.