9 de julio de 2023

La mentira de los buenos

Tengo un recuerdo vivísimo y de cierta "gravedad". Un día, detrás de la puerta del comedor de la casa de Hortaleza, protegidos por ella, mi hermano y yo, nueve y seis años, hicimos una solemne promesa: no mentir nunca. De mi hermano, no estoy enteramente seguro; por mi parte, la hice con una seriedad que no se creería posible a esa edad, y que había de condicionar el resto de mi vida


El relato está entre las páginas 29 y 30 de Una vida presente, el libro de memorias de Julián Marías publicado en 2008. Encuentro este entrañable recuerdo de 1920 en el muro de Facebook de un grande de la semiología contemporánea, que cita una tesis doctoral sobre la antropología metafísica de Marías. En esa tesis el autor recuerda que don Julián renovó esa promesa cuando era un joven universitario durante una visita al Santo Sepulcro de Jerusalén. También cuenta que muchos años después, un escritor, inquieto por aquella promesa, le preguntó si la había cumplido y Marías respondió que sí.

La verdad es un bien tan preciado como la vida misma. La necesitamos como el aire para respirar. Vivir en sociedad es imposible sin la verdad; pero en una vida solitaria, de ermitaño, también podemos mentirnos, creernos nuestras mentiras y hacernos un daño imposible de medir... y la primera mentira, solos o acompañados, suele ser la valoración de nosotros mismos. La verdad está grabada en el corazón humano como el amor, la propiedad o la vida. Por eso nos repugna odiar, matar, mentir o robar antes de que nadie nos diga que no debemos hacerlo. Es que no es una exigencia de ninguna ley escrita sino de la misma naturaleza, que rige para nosotros como la ley de la gravedad o el principio de Arquímides. Y por las dudas alguna vez nos confundamos, o para los que les faltan caramelos en el paquete, están prescritas por las leyes positivas, desde los Diez Mandamientos hasta la última norma de cualquier país del mundo, pero primero están escritas en el corazón humano.

Los necios mienten sin saber, porque ni siquiera saben que mienten. Los psicópatas mienten sin que se les mueva un pelo porque se creen sus mentiras. Y los cínicos mienten sabiendo que mienten y que los demás también saben, pero les importa un pimiento.

Desde cuándo hay cínicos en la política, pregunté una vez en una red social. 
Desde Alejandro Magno, me contestó un conspicuo empresario que hacía negocios con el poder.

El cinismo es una escuela de aquella época (unos 400 años antes de Cristo), pero seguro que antes de los cínicos había políticos que mentían descarada e impunemente. La mentira es una herramienta del poder y muchas veces no consiste tanto en decir una cosa por otra, como en ocultar la verdad engañosamente. 

Hoy estamos ante la degradación de la verdad o la naturalización de la mentira. Tan normalizada está que nadie la llama mentira. Hemos acuñado expresiones como fake news, porque en inglés queda mejor para decir noticias falsas (puras mentiras). También decimos posverdad para no decir mentira podrida. Restricción mental se llama hace tiempo a mentir diciendo solo una parte de la verdad (mentira al fin y al cabo). Ahora resulta que hay un engendro artificial al que le pusieron inteligencia aunque no sea inteligente y mienta sin remordimientos. Y están también los algoritmos de las redes sociales, que nos persiguen con las noticias que nos gustan (mentiras como castillos).

¿Miente el militar que engaña al enemigo para vencerlo en la batalla? Claro que miente. ¿Y en ese caso está mal mentir? Lo que está mal es la guerra y la verdad es su primera baja. Y en la guerra pasa lo mismo que en el juego: los enemigos saben que el engaño es la más letal de todas las armas. ¿Miente el futbolista que engaña con un amague al contrario? Engañar al contrario es parte del juego y el contrario lo sabe, como en el póker o en el truco se oculta la verdad (las cartas) para distraer la estrategia del contrario. Por eso me gusta el golf, un deporte en el que la mentira no tiene el más mínimo resquicio y nunca se provoca el error ajeno.

No sorprende que mientan el cínico, el necio, el estratega, el tahúr, el ladrón o el corrupto. Debería sorprendernos, en cambio, que mientan los buenos. 

También le sorprende a Jaime Nubiola –el semiólogo que cita a Marías– la mentira de las de personas de su confianza o de su ámbito más próximo: no me acostumbraré nunca a esto, que personas a las que quiero, por ahorrarse un mal rato o por lo que sea, me digan algo realmente falso. Me consuelo pensando que no pocas veces hasta se creen sus propias mentiras.

Pienso que nadie cuerdo se cree sus propias mentiras. Las decimos conscientes de que mentimos, y nos ponemos colorados o hacemos gestos que conocen bien los intérpretes no lingüísticos. Digo nadie cuerdo porque los psicópatas son capaces de mentir sin que se les note y hay que instalarles un detector de mentiras o hipnotizarlos para averiguar si están mintiendo. La política está plagada de psicópatas a los que nadie hace jamás una de estas pruebas, y a los periodistas nos queda solo la opción de chequear lo que dicen y alertar a las audiencias, pero solemos llegar tarde porque todo el mundo oye a los políticos y casi nadie busca si es verdad lo que dijeron.

Pero volvamos a Nubiola y a la paradoja de la gente buena que miente. Decía al final de la columna del domingo pasado que es incompatible ser bueno con mentir, porque mentir está mal, así que el que miente no es bueno y el que es bueno no miente. Pero me he encontrado muchísimas veces con gente que se cree buena que miente, y con algunos amigos he llegado a la conclusión de que hay toda una generación de esta gente, que coincide aproximadamente con los que son algo mayores que los boomers. Y se nota especialmente en contraste con las nuevas generaciones, a las que les repugna la mentira.

El razonamiento que hacen los de esta generación –lo he oido de sus propios labios– es que para conseguir un bien se puede mentir. Ya se ve que es una mentira selectiva, como la de un jefe que tuve, que inventaba personajes a los que entrevistaba para que dijeran lo que él quería decir. En algunos casos lo hacía con nombre y apellido y recuerdo que uno de esos personajes era alguien real, de carne y hueso, que le había dado permiso para usar su nombre en declaraciones que nunca había hecho. Pero lo más común es decir las mentiras sin nombres: en una reunión muy importante se dijo que... un funcionario del Ministerio aseguró que... un asesor muy cercano al presidente cree que... mentiras atómicas. No crea jamás en estas especies inventadas por periodistas lentos: son todas mentiras.

Ahora imagínese lo mismo pero dicho por un cura, o un pastor, y con la intención de despertar buenas acciones en sus feligreses. ¿Se puede? Claro que no. Nunca se puede buscar un bien con un medio malo. O lo que es lo mismo: el fin no justifica los medios, que es el principio contrario al célebre apotegma de Nicolás Maquiavelo, que se puede enunciar más fácil así: un fin bueno conseguido con medios malos se vuelve malo. Ya que mencioné al cura y al pastor, debo decir que el protestantismo calvinista es mucho más intolerante con la mentira que el catolicismo de la misericordia y el perdón.

¿Y cuál sería la razón para admitir el mal como medio? Hay que bucear en la historia, pero no está tan profundo como para no llegar a ella. Creo que fue una confusión cultural de la generación de la mentira, que entendió que para defender la salud, por ejemplo, se puede mentir. El padre que le pide a su hija que le diga a su vecino que no está, le está enseñando a mentir. La madre que felicita la suerte de su hijo a quien por un error le cobraron de menos en el supermercado, le está enseñando a mentir y a robar. He visto miles de veces estas y otras mentiras en la vida familiar, entre amigos y en la profesión. Mentiras que se celebran como si fueran un premio a la sagacidad del que las dice, que es un mentiroso como cualquier otro.

Tan acostumbrado está el mundo a la mentira que acertamos más cuando sospechamos que nos mienten que cuando creemos en lo que nos dicen. Nuestra sociedad está planificada para la mentira, por eso hay miles de requisitos –y de gastos– para asegurar la verdad en cada trámite, pero así y todo, mentimos.