La mentira es uno de los misterios de la libertad humana. Podemos mentir porque podemos elegir entre decir la verdad, no decirla o meter una bola tamaño catedral. No es la única consecuencia, digamos negativa, de la libertad, pero es la que tenemos más a mano. La macana –y el misterio– es que, sabiendo que está mal, muchos mienten igual; y entre los que mienten están los buenos y los malos, pero decía el domingo pasado que si los buenos mienten, es que no son tan buenos. Lo que no dije es que los que han naturalizado la mentira como un recurso para llegar al poder han elegido corromperse, y si llegan, llegan podridos a donde la austeridad y la prudencia son valores elementales.
No podemos cambiar el pasado pero sí podemos cambiar el relato del pasado, y lo podemos hacer porque somos libres. Con el futuro, en cambio, hay una diferencia esencial, porque el futuro se puede cambiar hasta el microsegundo del presente en que deja de ser futuro y empieza a ser pasado. Podemos –y los políticos lo hacen seguido– cambiar de opinión, de principios y hasta de convicciones, por eso no miente el que primero dice que hará algo y después hace lo contrario. Miente, en cambio, el que dice que hizo lo contrario de lo que realmente hizo, o vio, o escuchó, o dijo...
La verdad y la mentira no tienen grados. Se dice la verdad o se miente, por eso la mentira no debe admitirse bajo ningún pretexto, ni siquiera porque hay algo que es mejor que no se sepa: para eso siempre está el silencio.
¿Y qué es la verdad? Aristóteles da una definición muy ontológica: decir de lo que es que es y de lo que no es que no es, lo que supone, primero, la adecuación entre el pensamiento y la realidad. La versión realista y completa de la verdad incluye la correspondencia entre la cosa conocida y el concepto producido por el intelecto, porque saber la verdad es presupuesto básico para decirla. El cínico sabe la verdad pero elige mentir, el necio ni sabe que miente y para el corrupto la verdad no existe.
La libertad de expresión, que es un principio elemental de la vida democrática, no es un derecho a la mentira. Y la garantía constitucional que dice que nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo (artículo 18), tampoco habilita a nadie a mentir. Los jueces deberían ser más estrictos con esta garantía, que no penaliza el silencio para no incriminarse, pero sí penaliza el falso testimonio y el mal uso de esa garantía para incriminar a otros.
Tampoco pueden ni deben mentir los políticos ni los funcionarios. Y lo digo consciente de que la mentira se ha vuelto un activo de la política. Con excepciones cada vez más raras, en la Argentina y en el resto del mundo se miente descaradamente. Hay políticos que mienten sin inmutarse, sin ponerse colorados y capaz que ni mueven la aguja del detector de mentiras, pero todos los vemos mentir porque la vida pública está recontrarregistrada. Con tanto archivo es fácil desmontar las mentiras, pero a los aventureros de la política eso no les importa nada. Están lanzados al poder y para conseguirlo –o mantenerlo– no importan los medios ni el precio porque el negocio del poder supone una ganancia extraordinaria para esa inversión de inmoralidad y mala fama. Además, piensan, la gente se olvida y el público se renueva.
Los periodistas pagados por el poder son funcionales a las mentiras de los políticos y las repiten sin cuestionarlas ni repreguntar. Pero hay un dato infalible para tener siempre en cuenta: cuando alguien asegura que no miente, está mintiendo. Y cuando dice que nunca miente, es porque siempre miente. Los que dicen la verdad no necesitan advertirlo a sus audiencias.