Unos cuantos años antes hablé cuatro palabras con un viejo vasco que cuidaba el estacionamiento de un club de golf en el valle de Ulzama, en Navarra. Al reconocer mi acento me confesó que había emigrado a la Argentina, donde vivió varios años, pero con tan poca suerte que tuvo que regresar a España tan pobre como salió. Nunca se animó a volver a su pueblo y sus parientes seguían convencidos de que sería rico en la Argentina.
Muchos inmigrantes, de esos que vinieron con una mano adelante y otra atrás, volvieron a Europa a mostrar su fortuna. Otros volvieron como vinieron, porque no les fue bien, porque extrañaron su tierra o porque se les dio la gana. Y otros –no conozco la proporción pero alguien la habrá estudiado– se quedaron aquí, se hicieron argentinos y hoy llevamos su sangre en nuestras venas. A veces esa vuelta a los orígenes se ha dado en la segunda, la tercera o la cuarta generación, y tiene cierto olor a fracaso del sueño de los abuelos porque ellos también vinieron a empujar a la Argentina hacia el progreso, la libertad y el bienestar que no encontraban en su tierra.
La Argentina es un país generoso: tiene los brazos abiertos a todos los hombres del mundo que quieran habitar su suelo. Lo dice el preámbulo de la Constitución, pero no solo el preámbulo. El artículo 20 establece que los extranjeros gozan de los mismos derechos que los nacionales y no están ni siquiera obligados a hacerse argentinos, pero si quieren, lo consiguen con solo vivir dos años en el país, periodo que se acorta a tres minutos si el extranjero lo solicita alegando servicios a la patria. Los constituyentes de 1853, conscientes de que había que poblar la Argentina, establecieron una curiosa preferencia por la inmigración europea, pero además quedó legislado (artículo 25) que el gobierno federal no puede restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes.
Cuando llegaron nuestros abuelos nadie les preguntó si se iban a quedar mucho o poco, si iban a volverse ricos o pobres. Los funcionarios de migraciones apenas podían transcribir sus nombres de unos pasaportes maltratados. Y aquí estamos nosotros, hijos, nietos, bisnietos o tataranietos de los parias de aquellos años, que venían a buscar una nacionalidad amigable.
La generosidad y los brazos abiertos argentinos se mezclaron en estos días con cierto nacionalismo barato, cuando en los medios nacionales aparecieron con destaque cantidad de rusas embarazadas que llegan a la Argentina a parir a sus hijos solo con el fin de gozar de nuestros derechos en todo el mundo; derechos que no tienen como rusos por culpa del frenesí invasor de Vladimir Putin. Pueden enseñarnos mucho y también ayudar a levantar este país, quizá tanto como los venezolanos, los chinos o los senegaleses, que no son europeos pero eso ahora no importa tanto. Nos debería bastar con saber que son parias y que su nacionalidad es tóxica, para recibirlos con los brazos abiertos. El problema no son las madres rusas sino los que trafican con la urgencia humana.