La vorágine del Mundial y todo lo que ya se dijo me exime de hablar de Messi, del ejemplo de unidad, trabajo, humildad y constancia de la selección. Ya está, ahora hay que celebrar que nuestra camiseta tiene tres estrellas y ponernos a pensar en cómo vamos a conseguir la cuarta. Fue por el Mundial que la Navidad llegó de repente, pero con un regalo que valió la pena. Que la improvisación nacional no empañe esa felicidad.
Pero de la cobertura del Mundial quedó un tema pendiente que me interesa puntualizar ahora. Es el prejuicio racista de los gringos (me gusta decirles gringos, como ocurre en casi toda nuestra América Mestiza). Y déjeme que me burle de los que se la pasan arbitrando lo que podemos decir y lo que no debemos decir; esos tienen el mismo prejuicio al que me estoy por referir: el de los gringos.
Resulta que uno de los días del Mundial, y cuando ya se perfilaba el avance de la selección argentina hacia la final, apareció una nota en el Washington Post que se preguntaba en el título por qué no había negros en la selección argentina. Después de comprobar que la nuestra es una de las pocas selecciones que no tiene integrantes negros y sus apellidos son europeos, mientras que, salvo la de Croacia, el resto de las selecciones europeas tienen jugadores de color en sus equipos. La francesa es el caso más notable, porque los blancos son la excepción.
Los argumentos con que el mismo Washington Post se contestaba la pregunta del título son entre regulares y malos, pero sobre todo son estúpidos. No importan tanto para lo que quiero decir, así que lo resumo en una sola oración: en la Argentina llaman negros a los morochos.
Es cierto que entre un descendiente de eslavos o alemanes y uno del sur de Italia o España, hay una diferencia notable de color de piel, de ojos y de pelo. Y también es cierto que en la Argentina, acostumbrados a ponerle apodo a todo el mundo, le decimos Negro, así, como sobrenombre, a cualquiera un poquitito más oscuro. Y lo decimos sin drama, sin prejuicios, sin que signifique ninguna discriminación, aunque los gringos piensen que sí lo es. También le decimos Gordo a los gordos; Flaco a los flacos; Lungo a los altos; Petiso a los bajos; Pelado a los calvos... ¿Y qué?
A fines del siglo XIX y principios del XX, la Argentina recibió una inmigración masiva de italianos y españoles y menor de otros países de Europa. Desde el día que llegaron, esos europeos se mezclaron entre ellos y se fue creando una raza mestiza bastante blanca, pero eran tantos que licuaron a los indios y a los negros (llamo indios a los habitantes de las Indias Occidentales, que no son originarios de América; y negros a los descendientes de los pocos esclavos que quedaron después de su liberación en 1813 y 1853). Para colmo, esos indios y esos negros ya se venían mezclando con europeos mucho antes de la inmigración. Y en el caso de los indios –o de las indias–, se mestizaban con los castellanos en cuanto se bajaban de los barcos. Bueno: la selección es una muestra perfecta de ese crisol de razas de la Argentina que empezó con Gaboto y con Solís.
La pregunta del Washington Post es la expresión patética del prejuicio racista gringo. Por eso creo que la respuesta más cabal al Washington Post –después de decirles que se vayan a freír espárragos– es que nadie se hace esa pregunta jamás en la Argentina porque no tenemos ningún prejuicio sobre el origen de nuestra gente. Somos felices queriéndonos entre todos y no descartamos a nadie, porque somos una cultura que se mezcló desde que se fundó. Quizá a ellos les repugne eso de mezclarse. Bueno, a nosotros no.
Los argumentos con que el mismo Washington Post se contestaba la pregunta del título son entre regulares y malos, pero sobre todo son estúpidos. No importan tanto para lo que quiero decir, así que lo resumo en una sola oración: en la Argentina llaman negros a los morochos.
Es cierto que entre un descendiente de eslavos o alemanes y uno del sur de Italia o España, hay una diferencia notable de color de piel, de ojos y de pelo. Y también es cierto que en la Argentina, acostumbrados a ponerle apodo a todo el mundo, le decimos Negro, así, como sobrenombre, a cualquiera un poquitito más oscuro. Y lo decimos sin drama, sin prejuicios, sin que signifique ninguna discriminación, aunque los gringos piensen que sí lo es. También le decimos Gordo a los gordos; Flaco a los flacos; Lungo a los altos; Petiso a los bajos; Pelado a los calvos... ¿Y qué?
A fines del siglo XIX y principios del XX, la Argentina recibió una inmigración masiva de italianos y españoles y menor de otros países de Europa. Desde el día que llegaron, esos europeos se mezclaron entre ellos y se fue creando una raza mestiza bastante blanca, pero eran tantos que licuaron a los indios y a los negros (llamo indios a los habitantes de las Indias Occidentales, que no son originarios de América; y negros a los descendientes de los pocos esclavos que quedaron después de su liberación en 1813 y 1853). Para colmo, esos indios y esos negros ya se venían mezclando con europeos mucho antes de la inmigración. Y en el caso de los indios –o de las indias–, se mestizaban con los castellanos en cuanto se bajaban de los barcos. Bueno: la selección es una muestra perfecta de ese crisol de razas de la Argentina que empezó con Gaboto y con Solís.
La pregunta del Washington Post es la expresión patética del prejuicio racista gringo. Por eso creo que la respuesta más cabal al Washington Post –después de decirles que se vayan a freír espárragos– es que nadie se hace esa pregunta jamás en la Argentina porque no tenemos ningún prejuicio sobre el origen de nuestra gente. Somos felices queriéndonos entre todos y no descartamos a nadie, porque somos una cultura que se mezcló desde que se fundó. Quizá a ellos les repugne eso de mezclarse. Bueno, a nosotros no.