En un viaje reciente de Posadas a Buenos Aires, un amigo contó con sus hijos catorce retenes entre policías provinciales, Gendarmería y Policía Federal (esta vez no apareció ninguno de Prefectura). De esos catorce, cuatro los hicieron parar en la banquina para pedirles algún documento, preguntar a dónde iban o de dónde venían. Si hace el promedio entre los kilómetros recorridos y los retenes, da uno cada 71 kilómetros, y si cuenta unos cinco efectivos por cada retén, da la friolera de 70 uniformados por turno, por lo menos 210 por día, y sumando los francos rotativos nos ponemos fácil en los 400 agentes, cada uno con su sueldo, viáticos, móviles y cantidad de gastos de logística...
Probablemente esos retenes hayan servido en tiempos de pandemia para evitar el tránsito inútil, sospechoso de dispersar virus que podían enfermar y matar a otros ciudadanos. Ahora da la impresión de que esos nichos de poder, que se crearon con el covid, se mantienen solo porque son una ocasión para ejercerlo: es el mismo sello de la política rastrera, de la corrupción que busca el poder en todos los niveles solo para aprovecharlo en beneficio propio.
Cualquiera que haya viajado últimamente por cualquier país de la Unión Europea, por los Estados Unidos, o por Brasil, sin ir más lejos, comprueba que no hay un solo retén para vigilar nada: es el principio universal de inocencia aplicado en su más pura expresión, el mismo que debiera regir en nuestro país en lugar del de sospecha que solo sirve a los corruptos para sacar provecho de una situación de poder. En cualquier lugar en que se sigue una lógica sana, se sabe que a los delincuentes se los persigue con arpón, con trabajo de inteligencia y no esperando que caigan por casualidad, como quien pesca con anzuelo en la costa del río.
Para eso me viene al pelo lo que le pasó a Eduardo, un lector de El Territorio que vive en Córdoba. Cuenta que en la época de los gobiernos militares, cansados de tantos controles y ante la insistencia de los soldaditos que preguntaban de dónde venían y a dónde iban, su padre contestaba con el pueblo anterior o el siguiente. Ya grande, viajando de Córdoba a Posadas lo para un retén de Gendarmería en una de las rotondas cercanas a Resistencia y le preguntan a dónde va:
–A Corrientes.
–¿A qué lugar de Corrientes?
–A la calle Tal, inventa impaciente.
–Por acá está yendo a Formosa... le contesta el gendarme contundente.
El ejemplo es de lo más cabal que se me ocurre. Lo salvó a Eduardo, cansado del camino, de hacer unos cuantos kilómetros de más. Para eso sirven los retenes: para avisar a los viajeros que la ruta se pone peligrosa por el humo, o que hay que tener precaución por la niebla, o por un accidente más adelante, o porque hay ganado suelto. Para eso hay que dar buena formación y los agentes deben saber su oficio, pero sobre todo deben tener ganas de ayudar a los demás, que para eso están y no para ejercer el poder a su favor, buscando el modo de sacar provecho de esa situación. En mi pueblo y hace años eso se llamaba vocación de servicio.
El ejemplo es de lo más cabal que se me ocurre. Lo salvó a Eduardo, cansado del camino, de hacer unos cuantos kilómetros de más. Para eso sirven los retenes: para avisar a los viajeros que la ruta se pone peligrosa por el humo, o que hay que tener precaución por la niebla, o por un accidente más adelante, o porque hay ganado suelto. Para eso hay que dar buena formación y los agentes deben saber su oficio, pero sobre todo deben tener ganas de ayudar a los demás, que para eso están y no para ejercer el poder a su favor, buscando el modo de sacar provecho de esa situación. En mi pueblo y hace años eso se llamaba vocación de servicio.