Si todos pensamos igual y decimos lo mismo, no hay diálogo sino monólogo. Sin diálogo lo que reina es la tiranía del pensamiento único. El diálogo presupone ideas diferentes que se expresan: unos hablan y los otros escuchan. No es persuasión porque su fin no es convencer a nadie. El diálogo enriquece el conocimiento y también hace progresar el pensamiento humano. Por eso no hay política sin diálogo: porque sin diálogo no hay modo de avanzar hacia ningún lado.
La característica esencial de la democracia no es la elección popular de sus gobernantes. Eso es apenas una consecuencia y tampoco es la más importante. La idea esencial de la democracia es la convivencia pacífica de los que piensan distinto. Para colmo, esa es la clave que ha hecho progresar a los países más desarrollados del planeta, sencillamente porque el pensamiento único tiene el insalvable defecto de quedar congelado en el tiempo, no avanza porque no le hace falta contrastar con nadie.
Cuando la política es la imposición a las minorías del pensamiento de las mayorías, o –mucho peor– la imposición a las mayorías del pensamiento de las minorías, no hay ni diálogo ni democracia y tampoco hay progreso. Y no se crea que es tan raro eso de la imposición de las minorías: toda tiranía de las mayorías sobre las minorías se termina cuando la mayoría se cansa de la misma cantinela; entonces la mayoría se convierte en minoría, se aferra al poder y no lo cede hasta que las nuevas mayorías hacen tronar su escarmiento, como decía Juan Perón.
Siempre hay que dialogar. Siempre. Siempre. Siempre.
Y eso no quiere decir que debamos pensar igual ni que nuestro pensamiento sea débil; ni siquiera quiere decir que debamos resignar nuestros principios, nuestra ideología, nuestra moral o nuestros proyectos. El diálogo no implica eso sino la apertura mental para conversar con el adversario, o con el enemigo si fuera el caso. Pensar que el diálogo significa claudicar es una excusa tonta para no hacerlo. Es al revés: quien dialoga solo intenta conocer la versión de la otra parte, y eso ya es suficiente para empezar a reconocer que el adversario debe tener sus razones y le aseguro que siempre vale la pena conocerlas.
Decía el Papa Francisco la semana pasada que el diálogo no excluye ni siquiera a los países que provocan guerras. A veces el diálogo se debe hacer así, pero se debe hacer. Apesta, pero se debe hacer. Siempre dar un paso adelante, tender la mano, siempre. Porque de lo contrario cerramos la única puerta razonable para la paz, según la versión libre en castellano de lo que dijo en italiano, sentado en el pasillo de un avión entre periodistas de todos los colores. Fue a la vuelta de su viaje Kazajistán, en la habitual rueda de prensa que mantiene con los periodistas que viajan en la parte de atrás del avión que lo lleva a sus destinos.
El Papa se refería a Vladimir Putin sin nombrarlo cuando decía que puede apestar juntarse con algunos. Es evidente porque el nombre estaba en la pregunta. Con mucha más razón es necesario dialogar en estos momentos en los que pareciera que hay que terminar la guerra en Ucrania antes de que sea mucho más cruenta por la estúpida idea de los apostadores compulsivos, que suponen que cuando se pierde es cuando más hay que jugar para desquitarse de lo que ya se perdió.
Lo mismo pasa en la política argentina. O dialogamos o seguiremos apostando hasta agotarnos en una pelea estéril.