En esta vida, para todo, basta que alguien sostenga una idea para que otro elabore la contraria. Así el mundo se divide en dos, los que están de un lado y los del otro: pasta o pollo; Coca o Pepsi; izquierda o derecha; conservadores o laboristas; demócratas o republicanos; Boca o River; Ford o Chevrolet; asociación mundial o federación mundial; Corea del Norte o Corea del Sur... En cuanto a las decisiones humanas, están muy nítidas las dos vertientes... y no le digo nada en la política. En todo gobierno, y también en la oposición, hay segurolas y audaces; miedosos y temerarios; tímidos y desvergonzados; cuidadosos y despreocupados; pudorosos y obscenos, gradualistas y terminantes; halcones y palomas...
Como al que nació barrigón es al ñudo que lo fajen, está difícil cambiar de bando. Y más difícil vencer la inercia, porque la comodidad es parte de una de esas actitudes, por eso los audaces están siempre más cerca de cambiar de opinión si se equivocan. Es que cambiar de opinión –y de rumbo– es la fortaleza más necesaria de los que toman decisiones.
Siempre es mejor equivocarse que no tomar decisiones. Quiero decir que, en una escala del éxito al fracaso, primero está el éxito, segundo el fracaso y tercero la inacción. Y no hay que estudiar en una escuela de negocios para saber que quien se equivoca tiene que aceptarlo para corregir el rumbo todas las veces que haga falta: el que mantiene una ruta equivocada por no aceptar sus errores, nunca llega a ningún lado.
La política argentina está llena de ejemplos, sobre todo en los últimos meses, y no le digo nada en las últimas semanas. La coalición de gobierno protagoniza una lucha sorda entre la decisión y la indecisión, entre la lapicera y la tinta invisible. Para colmo, el presidencialismo está de capa caída, porque no tiene resuelto qué hacer cuando el presidente resulta indeciso, o inepto, o inútil... y que conste que no me estoy refiriendo a ninguno en particular.
Estamos presenciando el ocaso del sistema electoral, porque no encuentra el modo de librarse de los parásitos que se sirven de las elecciones para atentar contra la democracia. Hay que encontrarle la vuelta para salvar a la democracia, pero también estamos ante el fracaso del presidencialismo. Los nuevos sistemas de comunicación y las redes sociales han cambiado todo. No puede ser que cualquiera se presente de candidato, sin siquiera pasar el test psicofísico obligatorio para un chofer de colectivos. Y tampoco puede ser que las elecciones se diriman entre consultores riquísimos que consiguen que la gente vote por un zanguango, y que en la siguiente elección tengan de cliente al zanguango que en la elección anterior fue su competidor.
En la Argentina nos falta madurez, que es el único antídoto contra los zanguangos. Y la madurez se consigue con educación. Quizá por eso nos sobra adolescencia y nos falta continuidad, que es lo mismo, porque la falta de perseverancia es una señal de la adolescencia. Si tenemos unos años, sabremos que la constancia es lo más importante en cualquier proyecto, y que cambiar a cada rato lleva irremediablemente al fracaso. Por eso también necesitamos políticas de estado nítidas, resultado de un proyecto de país en el que todos estemos de acuerdo, del primero al último, en unión y libertad, como reza nuestra moneda desde 1813.
La continuidad parece contrapuesta a lo de las decisiones equivocadas, pero no lo es. El que se equivoca en todas las decisiones no sirve para tomar decisiones; en cambio, el que se corrige cuando toma una decisión errónea es el que más sirve. Y el que no se corrige porque no acepta que se equivocó... ese es un imbécil marca Cañón.