El despeinado primer ministro británico renunció esta semana porque su partido le dio la espalda. Renunció después de que 56 funcionarios censuraran su conducta. Y su mala conducta no fue tanto política como escandalosa: fiestas durante la cuarentena en el número 10 de la calle Downing, sede del ejecutivo y domicilio del primer ministro. Pero lo que colmó la paciencia de su propia tropa fue la defensa del jefe de la bancada conservadora, acusado de manosear a dos invitados en otra fiesta de estos días.
En nuestra cultura el presidente debe durar hasta el final de su mandato. Lógicamente y porque somos un país libre, puede renunciar por los motivos que quiera, pero no es un resorte de nadie provocar su renuncia. Si sigue esta columna, recordará que más de una vez he expresado que el presidencialismo es el culpable remoto de muchos de nuestros problemas, porque cuando un presidente no funciona, no queda otra que sentarse a esperar el colapso de su desgobierno. La otra alternativa es la de la triste historia argentina: el golpe de estado, que es el delito que cometió el partido militar varias veces durante el siglo pasado. Antes, en 1890 y sin alterar el orden constitucional, la Revolución del Parque volteó a un gobierno que no servía; y ya en el siglo XXI se impulsaron desde un oscuro escritorio los desmanes que provocaron la caída de otro que tampoco funcionaba.
Fortaleza grande del sistema parlamentario es el esquema de fusibles que se dispara ante los cortocicuitos del poder. Cada parlamentarismo tiene sus particularidades y también sus propios fusibles, pero el Reino Unido es el inventor del sistema. El caso de Boris Johnson tiene la singularidad de que fue su propio partido el que le retiró el apoyo y por tanto también es el encargado de encontrar un nuevo primer ministro para presentárselo a la reina, y lo hará entre los diputados conservadores de la Cámara de los Comunes. El Partido Conservador tiene mayoría en esa casa, y el primer ministro suele ser el líder de la bancada de la mayoría: eso era Johnson hasta que cayó en desgracia el jueves pasado.
El gobierno de Johnson estuvo marcado por los desajustes del Brexit, como se llamó la salida del Reino Unido de la Unión Europea, una decisión muy discutible, porque fue resultado de un referéndum convocado por David Cameron en 2016 para distraer la atención de otros problemas. El Brexit se terminó de concretar el 31 de enero de 2020 y dejó a Gran Bretaña sin parte de su fuerza laboral; perdió insumos y le quedó una importante deuda con Europa. Para colmo se sumó el separatismo cada día más fuerte de Escocia y Gales, donde el referéndum de 2016 salió a favor de permanecer en Europa.
Los británicos van a arreglar ahora su crisis de poder de un modo bastante pacífico: si hay peleas, quedarán entre las paredes de un despacho del edificio del Big-Ben. Nosotros, en cambio, tenemos que esperar que nuestros gobernantes dejen de pelearse como adolescentes a la salida del colegio. Mientras tanto, tenemos que sujetarnos fuerte para no caernos del carrito de la montaña rusa.