El viernes la vicepresidenta nos sorprendió en el Chaco con una declaración maravillosa. Dijo que si le dan a elegir entre la Constitución de 1994 y la de 1853, prefiere la de 1853. También dijo que antes de esas dos prefiere una constitución peronista, refiriéndose seguramente a la de 1949. Y aclaró, por si alguien no se acordaba, que tanto ella como su marido fueron convencionales constituyentes en la de 1994. Sostienen los panelistas de ocasión que lo dijo para tirarle onda a Javier Milei, con la sola intención de ensalzar a quien puede sacarle votos al Juntos por el Cambio. Vaya uno a saber, pero no tengo por qué creer que lo que dijo no sea lo que piensa y no puedo estar más de acuerdo con ese pensamiento, pero por razones bien comerciales: son evidentes tanto el éxito de la de 1853 como el fracaso de la de 1994.
Antes de 1853 hubo en la Argentina otras constituciones, además de los pactos preexistentes que menciona el preámbulo que integra la Constitución desde 1853. Los precedentes más remotos son el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810 y el Congreso de Tucumán de 1816, pero la primera Constitución es la de las Provincias Unidas de Sudamérica de 1819. Le siguen la Constitución de la Nación Argentina de 1826, el Pacto Federal de 1831 y el Proyecto de 1852, que convirtió a Juan Bautista Alberdi en el padre de la actual. Fue sancionada en 1853 y refrendada con escasas reformas en 1860, cuando se incorporó Buenos Aires a la Confederación Argentina. En 1898 sufrió dos modificaciones menores relacionadas con cantidades. En 1949 se sancionó la ya citada Constitución Peronista, hija de Arturo Sampay, pero fue derogada en 1956 por un gobierno de facto sin que nadie, hasta hoy, diga esta boca es mía. En 1957 se agregó el artículo 14 bis y un inciso del 67 (funciones del Congreso). La última es la de 1994, que rige actualmente. Igual que el preámbulo, en ninguna de las reformas se cambió la declaración de derechos y garantías establecidas en 1853 bajo la inspiración de Alberdi.
Desde 1810 hasta 1860 la Argentina vivió una larga temporada de guerras civiles, asesinatos políticos, encuentros y desencuentros entre unitarios y federales, caudillos provinciales que convivieron con fracasados intentos de unidad. Por fin, en 1853 y gracias a la clarividencia de Alberdi, se redactó la síntesis de esa Argentina que en pocos años pasó del desorden al orden institucional y nos rigió sin mayores problemas, por lo menos hasta el primer golpe de estado que alteró el orden constitucional en 1930, pero hay que decir que ninguno de los golpes de estado que alteraron el orden constitucional pudo contra ella, ya que volvió a levantarse una y otra vez.
La Constitución de 1853 fue un parto difícil, pero exitoso. La de 1994, en cambio, empezó con un paseo por la quinta de Olivos donde se fraguó el pacto político y terminó entre las ciudades de Santa Fe y Paraná, históricamente constitucionales. No cambió las declaraciones de derechos y garantías de 1853 –la parte que Cristina llamó pétrea, de piedra, inmodificable– pero reformó el periodo presidencial, terminó con la elección indirecta, estableció una curiosa mayoría para ganar en la primera vuelta electoral y subió a rango constitucional los tratados internacionales firmados por la Argentina: todas ideas bastante discutibles. Entre las buenas está el Consejo de la Magistratura, pero por no ponerse de acuerdo los convencionales, quedó para más adelante su conformación, cosa que todavía nos trae dolores de cabeza, especialmente en estos días.
Un viejo profesor español de derecho, don Carmelo de Diego-Lora, sostenía que la mejor constitución es la más corta. La que explica con pocas palabras los principios fundamentales del pacto de convivencia entre los que forman una misma nación. Muchos artículos –decía– no hacen más que embrollar su interpretación. Esos principios están contenidos en la parte pétrea de la Constitución Nacional, la que realmente vale y ha perdurado a pesar de las sucesivas reformas, tanto que podríamos dejar lo secundario para leyes que dicte el congreso con una mayoría calificada y nos quedamos para siempre con el preámbulo y la primera parte de la Constitución de 1853.