El viernes de la semana pasada a Alfredo Casero se le soltó la cadena en un programa de televisión. Si no lo vio en directo, quizá lo haya visto por cualquier plataforma digital o linkeado a una red social: con tal de conseguir clics, todos se apuraron a ofrecerlo con la excusa que fuera. Igual, no importa si no lo vio porque ese no es el tema de esta columna. El tema es el silencio de los periodistas, pero voy a describirle brevemente el hecho para que entienda de qué estoy hablando.
Casero estaba sentado a la derecha de Luis Majul en su mesa de LN+ (el canal de TV de La Nación) cuando empezó a levantar presión porque Majul le preguntaba cosas pero no lo dejaba hablar, hasta que en un momento explotó y dio un fuerte puñetazo en la mesa. Ahí empezó un stand-up en el que Casero acusó a Majul y al resto de los periodistas de la mesa de ser cómplices de los políticos. A Casero no le faltan tablas como para improvisar en un set de televisión, así que el espectáculo resultó interesante y quizá también por eso fue repetido hasta el cansancio. Entre las frases que dijo hay algunas imperdibles como "lo primero que hacen es ponerse chupines y ganar plata" referidas a los periodistas críticos del gobierno que cobran buen dinero por ahondar la grieta, a la vez que pregonan a los cuatro vientos que la grieta es una desgracia nacional. Cuando Casero se iba aparatosamente del estudio, Majul le gritó que no le tenía miedo, entonces Casero volvió a la mesa y lo encaró: "cuando alguien dice no te tengo miedo es porque está cagado en las patas..."
La gota que rebalsó el vaso y provocó el puñetazo en la mesa fue una mueca –una burla con la cara– que hizo Majul cuando Casero trataba de articular sus palabras para decir algo muy serio, pero ni esa gota ni ninguna justifica la furia en vivo y en directo de Casero: el que pierde los estribos también pierde la razón porque ya no importan los argumentos ni la lógica: pasa a importar más la forma que el fondo de lo que se dice y ahí se queda todo. Una lástima porque creo que valía la pena lo que estaba diciendo.
El hecho suscitó una discusión generalizada en el ecosistema de los periodistas de todo el país, que se pusieron más del lado de Casero que de Majul. Al final, casi todos hablaron de hartazgo y de que al pobre Casero se le soltó la cadena porque el país no da más, porque la gente está repodrida y todas esas cosas absolutamente incomprobables. Puede ser que estemos un poco cansados de esta Argentina vueltera que nunca termina de llegar al fondo de la grieta, pero eso no justifica la más mínima expresión altisonante y mucho menos un ataque de furia. En realidad nada lo justifica: ser bien educados es más importante de lo que generalmente se cree en esta era dominada por el sentimentalismo a ultranza.
Hay gente que habla mucho y gente que habla poco. Es un condicionamiento de la genética, de la etnia, del carácter o de las pasiones, que no sabemos o no podemos controlar; también puede ser cosa de la voluntad y le aseguro que no es mal ejercicio. Lo malo no es hablar mucho sino hablar de uno mismo, interrumpir con la autorreferencia constante todas las conversaciones: eso es lo que cansa a los que escuchan. Por eso, hable de lo que hable, desconfíe del periodista que habla mucho, porque la obligación del periodista no es hablar sino escuchar. También oír, mirar, tocar, oler, gustar... sentir. Y para todo eso es preciso callarse la boca y contemplar la realidad con todos los sentidos. Si no, nunca sabremos decir la verdad, porque para decir la verdad primero tenemos que acercarnos a la realidad hasta que nos duela; y cuanto más nos acerquemos a la realidad, más nos acercaremos también a la verdad. Oírnos a nosotros mismos solo nos permite hablar de nosotros mismos: esos son los periodistas de las falsas verdades, subjetivos, autocomplacientes, de preguntas inducidas, que pueden gustarnos dos minutos porque piensan parecido o no gustarnos nada porque piensan al revés, pero terminan cansando a sus audiencias porque las hartan y las sobrecargan de sus propias palabras.