10 de abril de 2022
Autoridad, poder y lomos de burro
Los lomos de burro son la expresión más cabal de la ineficacia de la autoridad para hacer cumplir las leyes. Es la renuncia a cualquier política civilizada para conseguir que los conductores reduzcan la velocidad y para eso se apela a la violencia contra los conductores y sus vehículos, a veces ante una bocacalle, otras delante de un colegio y otras no se sabe bien por qué. Se supone que la velocidad permitida en calles y avenidas es de 60 kilómetros por hora, pero si los pasa a esa velocidad, los nuevos reductores metálicos que están instalando en Posadas le arruinarán el tren delantero a la cuatro por cuatro más pintada.
Mutatis mutandis (y por favor perdonen la comparación, pero creo que es solo una cuestión de escala) lo que hace el estado con nosotros es como Rusia invadiendo Ucrania: si no puede conseguir que haga lo que quiere, la somete, la sojuzga y la viola. Es usar la violencia para conseguir un fin que se supone que es un bien, por lo menos para algunos ya que no lo es para los propietarios de los autos rotos por esas instalaciones. Y todo con el supuesto fin de mejorarle la vida a la gente, pero a fuerza de empeorarla por otro lado, y con saldo negativo en el balance final de este tira y afloja, porque nos acostumbrará a cumplir las leyes solo por temor a la violencia física y no para respetar los derechos de los demás.
Se puede ir un poquito más allá todavía en este razonamiento y concluir que es completamente absurdo pavimentar las calles de una ciudad para que los autos viajen sin contratiempos y después agregar –a propósito y unilateralmente– los contratiempos. Es como asfaltar una calle y después romperla. La lógica pura indica que sería mejor no pavimentar las calles, ya que de ese modo los conductores tendrían que reducir la velocidad a la fuerza, que es lo que se pretende con los lomos de burro o de toro, vigilantes dormidos, policías acostados, túmulos, rompemuelles, lomadas y lombadas (en toda nuestra América se repite el flagelo aunque cambien los nombres). Unos son filosos, otros romos. Unos parecen colinas, otros mesetas. Unos semejan una procesión de tortugas, otros son filas de tachuelas gigantes, pero todos coinciden en hacer daño al que pase inadvertido a velocidades permitidas.
Es tan ilógico poner obstáculos en las calles de la ciudad como construir una autovía para que los autos no puedan sobrepasar los 60 kilómetros por hora. Un acceso que es una contradicción en sí misma ya que se supone que se agregaron carriles para permitir el sobrepaso y mejorar la entrada y salida más transitada de la ciudad, pero después se impide sobrepasar hasta a los camiones más lentos con ese ridículo límite de velocidad.
Y no ocurre solo con la velocidad máxima en la autovía que va desde Garupá a San José. Cada retén de la policía con sus conos anaranjados en un atentando a las millonarias inversiones en vías de comunicación: para qué queremos dobles trochas o rutas más anchas si después las obstaculizan a cada rato con piquetes de la Policía Provincial, de la Gendarmería Nacional, de la Prefectura Naval, de la Policía Federal y hasta de la Policía de Seguridad Aeroportuaria… que nos paran para preguntarnos a dónde vamos o miran sus celulares a la vera del camino.
Los lomos de burro y el resto de los obstáculos son una comprobación empírica de lo que es el poder sin autoridad. Como no hay autoridad que consiga que cumplamos las leyes, se ejerce solo el poder de rompernos los autos, jorobarnos el tiempo del viaje, o simplemente mostrarnos quién manda en la carretera.
Dirán que no hay otro modo de lograr que la gente maneje más despacio porque son todos unos maleducados. Toda una confesión… de la falta de enseñanza, de igualar para abajo a los buenos y a los malos y de la escasa autoridad de los que gobiernan, a quienes no les queda otra que recurrir al poder y a la violencia sobre los gobernados.