Para los que tenemos fe, lo que celebramos estos días es el nacimiento del Salvador. Y los que no tienen fe supongo que acompañan, pero también celebran, a su modo, la venida al mundo del que lo cambió definitivamente, cosa que ocurrió ahora hace 2022 años, porque hasta los años se cuentan para adelante y para atrás desde ese momento de la historia.
El nacimiento de Cristo está más probado que el de Napoleón. Otra cosa es que no creamos que es Dios: es la diferencia entre los que tienen fe y los que no la tienen. Y el que no cree que Jesús es Dios, lógicamente tampoco cree en los otros misterios del cristianismo: básicamente que vino a establecer una nueva alianza de Dios con los hombres y que murió y resucitó para salvarnos, que es lo verdaderamente importante en una persona de fe, porque, como dice Jorge Manrique, este mundo es el camino para el otro que es morada.
Quienes no creen en esos misterios básicos del cristianismo, entienden y creen el mensaje, digamos más humano, de Jesús, que también encarna el cristianismo en su sentido más amplio, contenido en la cultura ya dos veces milenaria de todo el occidente más parte de Asia y de África subsahariana, que son más cristianos que muchos países de nuestra América (en Nigeria hay más católicos que en la Argentina).
Bastaría imaginarnos como sería el mundo si no hubiera nacido Cristo, para felicitarnos unos a otros todos los días y no solo cuando cada año conmemoramos su nacimiento. Por lo pronto nos estaríamos comiendo unos a otros si es que todavía existiera la humanidad y no un enjambre de cucarachas sobre nuestros despojos. Con escasas excepciones, la humanidad antes de Cristo no tenía muchas esperanzas. Hubo intentos racionales precristianos, como los de los filósofos griegos, que vislumbraron un mundo con cierta justicia, pero siempre faltaba el amor a los semejantes y también al resto de la creación: nada distinto de lo que todavía se encuentra en el mundo en aquellos lugares donde ignoran la existencia de un Dios misericordioso. Los críticos del cristianismo suelen armarse con los muchos errores que se cometieron a lo largo de la historia, pero nadie puede dudar de que el amor a los semejantes es su mensaje elemental, opuesto completamente al de cualquier cultura donde todavía impera el sojuzgamiento del más débil.
Los ejemplos de ese mundo nuevo –por el que vale la pena felicitarnos, hacernos lindos regalos y brindar todo el día– son tantos que no caben en un libro bien gordo. Pero hay botones de muestra incuestionables. Van dos... o tres, depende cómo los cuente.
Por no ser culturas cristianas o poscristianas, todavía en vastas regiones del mundo no se respeta la igualdad esencial entre todos los hombres. El divorcio o el aborto, contrarios a la moral católica, solo son posibles donde el cristianismo estableció esa igualdad. Y la monogamia también es resultado de la igualdad, no solo entre el varón y la mujer sino entre los mismos varones. La poligamia supone, además de la degradación de la mujer, la preeminencia del más fuerte sobre el más débil, como ocurre entre muchos animales bastante cercanos a nosotros: el macho fuerte tiene las hembras de la manada y los débiles deben vivir aislados, aullando voglio una donna! como el protagonista de Amarcord arriba del árbol.
¿No le parece suficiente para que celebremos, brindemos con un buen espumante y nos hagamos regalos que aumentan nuestra felicidad? Nadie lo haría en un mundo en que no reine el amor al prójimo, y eso es lo más cristiano que hay; o poscristiano, que es otro modo de ser cristiano.