Roma fue capital más por ser la cuna del imperio que por ser la sede del emperador, que no tenía sede. Lo confirmó Tiberio, que gobernó su vasto territorio desde la isla de Capri, cansado de las intrigas, las presiones y el clima de Roma. En la Edad Media y hasta las llamadas revoluciones atlánticas de fines del siglo XVIII, la capital era el lugar donde estaba el rey, generalmente una carpa en plena campaña y un castillo prestado donde lo sorprendía el invierno. Para alegría de Alain Minc –que califica a esta época como la Nueva Edad Media– también en esto nuestra era se parece a aquella: hace rato que para gobernar un país no hace falta residir en ninguna ciudad y los ministerios pueden estar en La Quiaca, en Río Cuarto o en Ushuaia; quizá sea mejor así que juntarlos a todos en una ciudad.
Decía el domingo pasado que tanto la idea de la nueva capital como la reestructuración de la provincia de Buenos Aires, parecen proyectos fundacionales de la República (refundacionales, digamos). Eso fue lo que quería Raúl Alfonsín cuando se llevó la capital a la Patagonia, lejos del poder fáctico. El nuevo plan de división de la provincia de Buenos Aires podría ser fundacional, pero para eso debería dejar de ser una división para pasar a ser una reorganización geográfica profunda y necesaria para la Patria, que incluya algo más que la intención de ganarle las elecciones al peronismo.
Ese proyecto, presentado por el saliente senador Esteban Bullrich, es uno más de unos cuantos que se han hecho en los últimos 100 años. Basta con recordar que el diario de Bahía Blanca tiene más de un siglo y se llama La Nueva Provincia. Hay otro proyecto reciente y más realista, de Lucas Llach, que la divide en tres y deja el nombre de Buenos Aires solo para la capital de la República; las nuevas provincias se llamarían El Indio, Cien Chivilcoy y Atlántica y reparte el conurbano entre la segunda y la tercera.
La propuesta de Bullrich sugiere cinco provincias: Buenos Aires del Norte, con capital en San Nicolás; Buenos Aires del Sur, con capital en Bahía Blanca; Buenos Aires Atlántica, con capital en Mar del Plata; Luján, con capital en la ciudad de Luján; y Río de la Plata, con capital en La Plata. Las dos últimas son urbanas, las tres primeras rurales.
No parece una buena idea elegir como capitales las ciudades más grandes de cada nueva circunscripción, manteniendo el poder político en las sedes del poder fáctico. Y para colmo todas ellas están en un confín del nuevo territorio.
Otra mala idea es el reparto de los actuales partidos respetando su identidad y sus límites, salvo el caso de La Matanza y ya se sabe para qué. Mirando el mapa de Buenos Aires es evidente que su extremo sur patagónico no tiene nada que ver con el resto y que debería pertenecer a la provincia de Río Negro. Otro capricho de escritorio es su exagerado límite occidental de más de 700 kilómetros en el meridiano 63º23' (el quinto al oeste de La Plata). Cuando se establecieron sus límites, la provincia de Buenos Aires era un desierto recién conquistado a los indios y aquella línea podía estar en cualquier meridiano, mientras que el poder real estaba en las viejas provincias, con identidad desde el virreinato y fundadoras de la República. Después cambió la historia y dejamos que pasen las cosas que pasaron.
Es una excelente idea actualizar toda nuestra geografía política. Decía que eso depende de un fuerte proceso fundacional de la Argentina y que no debería ser consecuencia de una estrategia electoral. Pero la historia está llena de serendipia...