28 de noviembre de 2021

El poder, en la unión y no en la división


El domingo pasado hubo elecciones presidenciales en Chile. El resultado fue bastante parejo entre las dos fuerzas que van a la segunda vuelta el 19 de diciembre: el candidato de la derecha se llevó –redondeando– el 28 % y el de la izquierda el 26 % de los votos. Ya sé que derecha e izquierda no son categorías de nuestro tiempo, pero en Chile el tiempo debe pasar más despacio porque se enfrentaba una derecha más o menos pinochetista contra una izquierda aliada a los comunistas. El candidato de la derecha se llama José Antonio Kast y el de la izquierda Gabriel Boric (no hace falta decir quién es quién en la foto de arriba). Por ahora y para este ensayo, no hacen falta más datos; solo mencionar la rareza de que quien resultó tercero –Franco Parisi, con el 13 % de los votos– ni siquiera vive en Chile. El cuarto y el quinto candidatos terminaron muy cerca de Parisi. La otra novedad digna de mención es que después de muchos años de elecciones en las que se disputaba el poder entre la centro-izquierda y la centro-derecha, la mayoría de los votos han dejado la moderación y se han pasado sin complejos a partidos de derecha y de izquierda. Por ahora no voy a ocupar expresiones como extrema-derecha ni extrema-izquierda, como les gusta a algunos periodistas, aunque los extremos estén celebrando la polarización de la elección.


Solo para compararlas, le recuerdo la elección presidencial del pasado 11 de abril en el Perú. Ese día el candidato de la izquierda, Pedro Castillo, obtuvo el 18,92 % y la de la derecha, Keiko Fujimori, el 13,41 %, y como es lógico con estos números, los demás candidatos estaban muy cerca. En la segunda vuelta –el 6 de junio– ganó Castillo con 50,13 % sobre Keiko con 49,87 % (apenas un cuarto de punto porcentual, formado por tan solo 44.263 votos). Como suele ocurrir con estas diferencias, estuvieron contando y recontando votos hasta pocos días antes de la fecha fijada para la jura del nuevo presidente. 

Una vez proclamado vencedor, Pedro Castillo asumió el 28 de julio, pero acto seguido hizo lo contrario de lo que indicaría la prudencia política: armó su gobierno con personajes extremos y no hizo ninguna concesión a la oposición, que, como es evidente, representa la mitad de la población del Perú. Decía entonces, y lo sigo sosteniendo, que es una picardía del sistema de doble vuelta electoral, pensado para ensanchar las diferencias más que para emparejarlas, y así dar más poder al vencedor. Pero la paridad era una posibilidad, y en ese caso lo que indicaría la prudencia política es conseguir el poder en el consenso, armando un gobierno de coalición con políticas acordadas entre las dos posiciones tan opuestas. Pero Castillo no apostó al consenso sino al disenso y en pocos meses de gobierno ya cuenta tres crisis bastante serias y su gestión se está volviendo cuesta arriba. Por más imprudente que parezca, está en pleno derecho de intentarlo: así funciona el sistema presidencial, aunque en el caso del Perú tiene leves reflejos parlamentarios, como el voto de confianza por el que debe pasar todo gabinete de ministros ante el Congreso de la Nación.

Ahora pareciera que en Chile se va a repetir la paridad del Perú en la segunda vuelta de diciembre. Y salga quien salga electo, no parece buena idea radicalizar las posturas. Hasta ahora, y ante la necesidad de ganar los votos moderados, ambos candidatos están volviéndose más parecidos a los votantes tradicionales que llevaron al poder dos veces a Piñera y y otras dos a Bachelet.

Es imposible gobernar solo la mitad de un país. Por eso es necesario acordar; ceder de los dos lados, que es la única forma de ponerse de acuerdo en todo. La lección del Perú debería servir a los chilenos para que el gobierno –de Kast o de Boric– no se vuelva un infierno. Y también es una lección para nosotros, que no estamos pudiendo escapar de dos posturas que solo buscan el poder en la división cuando es evidente que hay que encontrarlo en la unión de los argentinos.