El mejor modo de reconocer el trabajo de un periodista es enojarse ante lo que dice y el mejor modo de no reconocerlo es ignorarlo. Es que a los periodistas nada les reconforta tanto como provocar a los lectores: para eso están. Además, las reacciones son la señal elemental de lectura y como decía un viejo profesor, ser leído es la primera obligación de todo periodista. Lo bueno es que las redes sociales son una oportunidad magnífica para el feedback. Diarios antiguos, como El Territorio, han pasado decenas de años con casi nula retroalimentación de sus lectores: corrían tiempos en los que lo que decía el diario parecía sagrado porque no había modo de corregirlo, porque era muy difícil conocer los errores cometidos en los acontecimientos informados y porque no se interactuaba con opiniones contrarias. Felizmente el periodismo se ha vuelto mucho más cercano al diálogo con las audiencias que al monólogo que lo caracterizó durante siglos.
Cuando conté 273 comentarios a la columna del domingo pasado, dejé de contestarlos (habré llegado a contestar unos 50). Ese artículo resaltaba, una vez más, la desproporción del tiempo dedicado a la estudiantina durante cada año lectivo y me serví para eso del silencio de este septiembre, igual al del año pasado: un regalo impensado que vino con la pandemia y que me parecía que valía la pena capitalizar. No estoy de acuerdo en general con las pérdidas de tiempo y tampoco con la idea de elegir reinas y reyes, por considerarlo una cosificación de las personas, que no tienen ni culpa ni mérito de ser lindos o feos. Había algunos comentarios a favor, pero la inmensa mayoría eran en contra y creo que de ellos fueron solo cuatro los que no argumentaron con un insulto al autor de la nota. Paciencia paisano, que algo estarán queriendo decir...
Digo insultos porque considero un insulto mandar a cualquiera a una isla desierta, que para el caso es lo mismo que que desearle las delicias de un campo de concentración; o sostener que el que piensa distinto es un amargado; o pretender callar al interlocutor a los gritos, con mayúsculas; o afirmar gratuitamente que quien opinó algo debió tener una adolescencia infeliz; o expresar xenofobia argumentando que el que opina carece de derechos por no ser natural de Posadas; o suponer que el paso del tiempo –ser mayor– es suficiente para discriminar a las personas... Muchos de esos insultos, proferidos con nombre y apellido, son suficientes para que el Inadi actúe de oficio, pero ya se sabe que en tiempos de pensamiento obligatorio el Inadi prefiere perseguir a los que piensan distinto en cambio de evitar la discriminación. Esos comentarios ocuparon argumentos ad hominem: a la persona y no a las ideas de la persona. Como si para descalificar el pensamiento ajeno bastara decir que quien lo expresa es un burro, un viejo, un amargado, un extranjero, un improvisado o un idiota.
Insultar al que opina lo contrario nunca es el modo de rebatirlo. Es más que evidente que las opiniones se retrucan con otras opiniones y que, a pesar de ser mayoría o minoría –cosa imposible porque hay tantas opiniones como personas– pueden discutirse las ideas ajenas, pero siempre respetando al que las sostiene. Si las mayorías no respetan la opinión de las minorías caemos en la dictadura del pensamiento y si son las minorías las que imponen su opinión, entonces es tiranía lisa y llana. Y si seguimos así, terminaremos matándonos a machetazos; es el método que la humanidad ha usado unas cuantas veces para terminar con las ideas ajenas.
Confieso que me asustó esa violencia verbal, no por su dirección hacia mi propia opinión –ya dije que lo tengo como un halago– sino por lo que significa como argumento del debate público de las ideas en un país necesitado con urgencia del encuentro de todos los argentinos. Pero ese encuentro jamás debe consistir en la imposición de una opinión, por mayoritaria que sea, sino en convivir todos en un país libre, en el que pensar distinto no sea una debilidad sino una fortaleza.