Bueno, al carnaval le está pasando igual que a la pandemia, por el mismo principio, pero aplicado esta vez a las conductas colectivas. Cuando en 1976 el gobierno militar decidió anular los feriados del lunes y martes de carnaval, la fiesta se desparramó por todo el verano: empieza cuando se apagan las luces de la Navidad y termina casi en Semana Santa. En 2010 volvieron a ser feriados el lunes y martes de carnaval, pero la fiesta siguió desparramada, lánguida, devaluada... derrapando en una cantidad variable de fines de semana del verano. Es que la esencia del carnaval son esos cuatro días locos y no 25, 50 o 60. Cuatro días de locura concentrada, intensos, divertidos... con su principio y su final. Desde el sábado al martes, y le concedo el viernes a la noche, pero ni un minuto más.
Para colmo, a los cariocas se les ocurrió la pésima idea de encapsular las comparsas en un sambódromo, que luego fue copiado por cantidad de ciudades de nuestra geografía, siempre tan originales. Fue así que el carnaval no solo se desparramó en el tiempo; también se encerró en corsódromos, quizá con la sana intención de no molestar el tránsito ni la vida normal de los centros urbanos. Parece razonable, pero justamente, al volverse tan largo la molestia terminó siendo insoportable. Un poco en Río de Janeiro, pero más en sus émulos mesopotámicos y guaraníes, se empezó a perder otra condición esencial del carnaval que es poner la ciudad patas arriba esos cuatro días de cada año, con un final a toda orquesta, pero abrupto, terminante, a las 12 de la noche del martes.
No es en contra de la estudiantina, ni del carnaval, ni de la cuarentena. Sí de la pérdida de tiempo de los estudiantes y de las molestias prolongadas a los posadeños, que estaríamos hartos del mismísimo Mozart si todos los días durante meses nos pusieran la número 40 a todo lo que da. Y muy a favor de una estudiantina que recupere la esencia original de la fiesta de los estudiantes: breve, intensa, urbana, divertida... con principio y con final tajantes, ineludibles.