8 de agosto de 2021

Parlamentarismo sudamericano


El pasado 28 de julio, coincidiendo con los 200 años de su independencia, asumió la presidencia del Perú Pedro Castillo. Sea quien sea Castillo, creo que hay que darle tiempo para saber quién es realmente cualquier candidato que empieza la andadura de su mandato. Dicen que por lo menos cien días, pero quizá sean más todavía y siempre se puede dar la vuelta la tortilla a los seis meses, a los nueve, a los doce o a los quince...

Pero lo que quiero resaltar hoy no es la joven presidencia de Castillo, que todavía sería prematuro juzgar, sino recordar la paridad notable entre los dos candidatos a la segunda vuelta: en el conteo oficial, la diferencia entre Castillo y Keiko Fujimori fue de 26 centésimas de un punto porcentual (44.263 votos). Es cierto que la primera vuelta mostró una gran polarización de partidos, pero para eso mismo es la segunda: para darle poder indiscutido al candidato que se imponga después de la polarización de la primera. La macana es que en el Perú el tiro les salió por la culata, porque tanta paridad solo constata que el país está dividido en dos bandos opuestos que parecen irreconciliables, con candidatos para colmo bastante extremos en sus posiciones.

Un país se vuelve ingobernable con una división tan marcada y tan pareja entre dos modelos opuestos. De hecho, el Perú viene de crisis en crisis hace unos años y todo parece indicar que la arremetida populista de Castillo va a prolongar esa sucesión de crisis. Lo mismo está ocurriendo en otros países de nuestra América. Y la Argentina no parece lejana a una crisis parecida si seguimos mitad y mitad a ambos lados de una grieta cada día más ancha y más profunda.

En el sistema presidencial –copiado de los Estados Unidos, y compartido con distintas variantes, por todos los países de nuestra América– el que gana impone su modelo, aunque sea el contrario del que quiere la otra mitad del país. El problema está en que no tienen nada que ver las diferencias entre nuestros modelos y los que se disputan desde George Washington el poder en los Estados Unidos. En nuestros países el contrapeso del Congreso apenas puede impedir algunas arbitrariedades en materia impositiva y de fondo, pero es tal el poder del presidente, de hecho y de derecho, que puede llevarnos a las antípodas de donde estaba durante el gobierno anterior. Basta con mencionar los decretos de necesidad y urgencia, las relaciones exteriores, la administración de las obras públicas o la comandancia de las Fuerzas Armadas...

La democracia republicana supone la convivencia pacífica de los que piensan distinto y no la imposición a las minorías de las ideas de las mayorías. Y aunque la minoría fuera solo una persona, deben convivir sin drama mayorías y minorías.

Es el momento de plantearse el sistema parlamentario europeo, que considero mucho más adecuado a nuestras repúblicas sudamericanas. El parlamentarismo fue instaurado por los ingleses desde 1688 –con antecedentes desde el siglo XIV–, que permite arreglar todas las diferencias entre los contrincantes y formar un gobierno proporcional al disenso de los propios ciudadanos. Hoy rige –sobre todo y con gran eficacia– en indiscutidas democracias europeas.

Chile puede ser el primer país que se lo plantee en su asamblea constituyente que acaba de ponerse a trabajar. Ojalá sea el puntapié inicial del parlamentarismo en nuestra América. Pero además creo que en la Argentina no hay ningún obstáculo para que sea una provincia la que empiece esa reforma tan necesaria. Nuestra Constitución no obliga a las provincias a darse un sistema presidencialista o parlamentario. Basta que sus constituciones establezcan democracias republicanas representativas y que aseguren la autonomía municipal.