Tenía 47 años y llevaba casi 30 en el diario. Y no murió por covid, pero sí por la pandemia. Mauro era de riesgo absoluto ya que tenía un solo pulmón a causa de una neumonía que casi se lo lleva a la tumba por el 2010. "A Mauro lo mató el encierro", me dijo un colega mirando al cajón en un segundo de las tres horas escasas de su velorio. Desde marzo del año pasado, el riesgo lo obligó al encierro y el encierro le alborotó su pasión por buscar historias, por escribirlas, por conversar, por asombrarse y asombrarnos. Pero además, también mata la soledad.
Ya no sorprenden las muertes inesperadas. Los que hacen estadísticas anotan contagios y muertos como quien hace el inventario de una ferretería. Nadie cuenta los daños colaterales: los que se enferman de soledad, los que mueren de tristeza, los que se curan del covid pero nunca se recuperan del covid, los que se lleva la neumonía bilateral post covid, los que son presas de las infecciones intrahospitalarias...
Un periodista es un apasionado buscador de la verdad urgente. Urgente porque todos –las audiencias– queremos conocerla cuanto antes, por eso no basta la búsqueda afiebrada de la verdad: también hay que contarla. Los periodistas deben saber hablar y escribir además de ser genéticamente apasionados por la verdad. Y aunque no es oficio para cínicos, quizá por nuestro parentesco con la política, muchas veces se cuela –como el covid– el cinismo en las redacciones: hay que estar atentos para no contagiarse.
Mauro Parrotta era un señor periodista, genético y autodidacta. Tenía la pasión por la verdad y también era un maestro de la lengua hablada y escrita. Pero sobre todo tenía pasión por la realidad, que es lo que realmente importa, lo que permite conocer la verdad sin lentes empañados y lo que no se enseña en ninguna escuela.
No hay otro modo de conocer la verdad que no sea involucrándose con la realidad. Este principio, que hoy parece básico, fue durante mucho tiempo erradicado de la profesión: buenos periodistas eran los que miraban los acontecimientos con una escafandra, como los que atienden a los enfermos de covid en los hospitales. Se suponía que para ser objetivos había que ser distantes y también equidistantes, como si la verdad fuera el término medio de dos versiones, o de dos mentiras.
No es así, para nada. Solo metiéndose en la realidad se puede conocer la verdad. Más todavía: hay que embarrarse con el barro de los embarrados, ensangrentarse con la sangre de los que sangran, sufrir con los que sufren y celebrar con los que celebran. Abogar por los débiles, dar voz a los que no la tienen y meterse en los tuétanos de los problemas de la gente hasta que duela. Llorar con los lloran y reír con los que ríen. Vivir la vida de los otros como propia. Lo único que no puede hacer un periodista es mentir, aunque otros mientan.
Mauro era de estos periodistas. Visceral. Apasionado. Enamorado de la vida, que gastó con intensidad. Nada le era indiferente. Todo lo conmovía. Imagínese lo que puede hacer el encierro obligado de la cuarentena en una persona así... Era personal de riesgo por su mala salud; pero también era esencial, como todo periodista que se debe a la verdad. Es que el periodismo es un deber porque la verdad es un derecho elemental de todas las personas humanas.
Ya no sorprenden las muertes inesperadas. Los que hacen estadísticas anotan contagios y muertos como quien hace el inventario de una ferretería. Nadie cuenta los daños colaterales: los que se enferman de soledad, los que mueren de tristeza, los que se curan del covid pero nunca se recuperan del covid, los que se lleva la neumonía bilateral post covid, los que son presas de las infecciones intrahospitalarias...
Un periodista es un apasionado buscador de la verdad urgente. Urgente porque todos –las audiencias– queremos conocerla cuanto antes, por eso no basta la búsqueda afiebrada de la verdad: también hay que contarla. Los periodistas deben saber hablar y escribir además de ser genéticamente apasionados por la verdad. Y aunque no es oficio para cínicos, quizá por nuestro parentesco con la política, muchas veces se cuela –como el covid– el cinismo en las redacciones: hay que estar atentos para no contagiarse.
Mauro Parrotta era un señor periodista, genético y autodidacta. Tenía la pasión por la verdad y también era un maestro de la lengua hablada y escrita. Pero sobre todo tenía pasión por la realidad, que es lo que realmente importa, lo que permite conocer la verdad sin lentes empañados y lo que no se enseña en ninguna escuela.
No hay otro modo de conocer la verdad que no sea involucrándose con la realidad. Este principio, que hoy parece básico, fue durante mucho tiempo erradicado de la profesión: buenos periodistas eran los que miraban los acontecimientos con una escafandra, como los que atienden a los enfermos de covid en los hospitales. Se suponía que para ser objetivos había que ser distantes y también equidistantes, como si la verdad fuera el término medio de dos versiones, o de dos mentiras.
No es así, para nada. Solo metiéndose en la realidad se puede conocer la verdad. Más todavía: hay que embarrarse con el barro de los embarrados, ensangrentarse con la sangre de los que sangran, sufrir con los que sufren y celebrar con los que celebran. Abogar por los débiles, dar voz a los que no la tienen y meterse en los tuétanos de los problemas de la gente hasta que duela. Llorar con los lloran y reír con los que ríen. Vivir la vida de los otros como propia. Lo único que no puede hacer un periodista es mentir, aunque otros mientan.
Mauro era de estos periodistas. Visceral. Apasionado. Enamorado de la vida, que gastó con intensidad. Nada le era indiferente. Todo lo conmovía. Imagínese lo que puede hacer el encierro obligado de la cuarentena en una persona así... Era personal de riesgo por su mala salud; pero también era esencial, como todo periodista que se debe a la verdad. Es que el periodismo es un deber porque la verdad es un derecho elemental de todas las personas humanas.