Todos sabemos que la pandemia es una tragedia planetaria. Pero también sabemos, porque lo vemos en las estadísticas más creíbles, que allí donde se está vacunando a la población han bajado drásticamente los contagios y las muertes por covid. Por eso no se explica cómo es que en la Argentina hemos llegado a la dramática situación que describía el jueves pasado el presidente Alberto Fernández, justo en el momento en que muchos países del mundo están saliendo –a fuerza de vacunas– del oscuro túnel en el que los metió la pandemia desde mediados de marzo del año pasado.
Hay muchos modos de paliar la crisis. Se puede achatar la curva de contagios para que los hospitales no colapsen. Se pueden cerrar los pueblos y las ciudades para que el virus no entre –o no salga– de sus entornos. Se nos puede confinar de nuevo en nuestras casas hasta nuevo aviso. Se puede obligar a usar barbijo hasta en la ducha. Nos pueden bañar con alcohol en gel. Se pueden comprar más respiradores. Se puede probar con el suero equino, con la ivermectina o la hidroxicloroquina. Se puede prohibir el trabajo presencial. Se pueden retrasar las elecciones. Se pueden suspender las clases. Se pueden cerrar los comercios, los consultorios y los gimnasios. Se pueden prohibir las misas y las procesiones. Se pueden aplazar los partidos de fútbol, la Copa América y los Juegos Olímpicos... Todo se puede hacer para resistir la pandemia. Pero hay una cosa que no se puede dejar de hacer: dedicar cada segundo, cada moneda y cada desvelo a conseguir las vacunas que bajarán definitivamente los contagios y las muertes en la Argentina.
No perdamos el tiempo: ¡queremos vacunas, solo vacunas y nada más que vacunas!
Me consta que Jorge Bergoglio usaba el concepto de la alta política muchos años antes de que el mundo lo conociera como Francisco. Y el año pasado lo plasmó en la encíclica Fratelli Tutti. El Papa dice que la política busca votos y que la alta política piensa en el bienestar material y espiritual de todos. Le traigo una cita para que lo entienda, pero le recomiendo leer todo el capítulo quinto de la encíclica:
Es caridad acompañar a una persona que sufre, y también es caridad todo lo que se realiza, aun sin tener contacto directo con esa persona, para modificar las condiciones sociales que provocan su sufrimiento. Si alguien ayuda a un anciano a cruzar un río, y eso es exquisita caridad, el político le construye un puente, y eso también es caridad. Si alguien ayuda a otro con comida, el político le crea una fuente de trabajo, y ejercita un modo altísimo de la caridad que ennoblece su acción política.
Parafraseando al Papa, podríamos decir que es caridad y es política curar a un enfermo de covid, pero también es caridad exquisita y alta política conseguir vacunas para que el virus pierda su fuerza, especialmente para los que no tienen ninguna posibilidad de conseguirlas con sus propios medios.
En estos días se han disparado mil argumentos para explicar por qué no llegan las vacunas que nos prometieron. No sirve juzgar ahora las decisiones de las autoridades, entre otras cosas porque todavía no podemos saber a ciencia cierta si fueron acertadas o equivocadas y si cualquiera de nosotros lo hubiera hecho mejor o peor. Lo que hoy está claro es que los países que tienen vacunas están saliendo del drama del covid y celebran bailando en las calles de sus ciudades, y los que no las tienen solo atinan a encerrar a sus ciudadanos.
Algunos dicen que no hay vacunas porque el gobierno está distraído con las elecciones. Qué pavada, porque no hay nada como una vacuna para conseguir un voto. Y nos da lo mismo la marca, la procedencia, la cantidad de dosis o la temperatura para conservarla.