4 de abril de 2021

La única elección que importa

El 6 de agosto de 1890, a los 44 años, Carlos Pellegrini sucedió en la presidencia de la República a Miguel Juárez Celman, después de su renuncia tras la Revolución del Parque. Mientras el presidente se escapaba a su estancia cerca de Arrecifes, Pellegrini, al mando de las tropas y a caballo, sofocó la Revolución que tuvo por epicentro el Parque de Artillería, en las manzanas que hoy son plazas desde la avenida Córdoba a la calle Lavalle entre Libertad y Talcahuano, de Buenos Aires.

Al renunciar Juárez Celman, Pellegrini asumió la presidencia de la Nación hasta el fin de su mandato. Pellegrini había sido el vicepresidente de la desastrosa gestión de Juárez Celman: el peso perdió valor frente al oro, la bolsa se fue al tacho, quebraron muchas empresas y aumentó una barbaridad el costo de la vida. En dos años y tres meses, Pellegrini arregló el país y entregó el poder a Luis Sáenz Peña el 12 de octubre de 1892. 
  

Los revolucionarios que se llevaron puesto a Juárez Celman hoy son ciudades y avenidas de todo el país: Leandro N. Alem, Bartolomé Mitre, Aristóbulo del Valle, Bernardo de Irigoyen... Y Carlos Pellegrini compite en monumentos con ellos y con Sarmiento o Roca, mientras que solo una estación perdida en el norte de la provincia de Córdoba se llama Juárez Celman, así, sin nombre de pila, quizá para provocar la confusión con su hermano mayor, Marcos, que fue gobernador de Córdoba y le dio su nombre –ahora sin Celman, para que tampoco lo confundan– a una linda y pujante ciudad en el sur de su provincia.

Pellegrini redujo el gasto, bajó la inflación, pagó las deudas… hizo el ajuste. Pero lo que quiero resaltar no es nada de eso sino los dos años, tres meses y seis días que duró su gobierno y que le sobraron para arreglar el desbarajuste. No le interesaba ningún otro resultado que el bien de la Patria... o quizá su propia autoestima. Tomó las medidas que había que tomar, sin vueltas ni lloriqueos. Pidió plata a propios y extraños, canceló deudas y no le mezquinó el culo a la jeringa. Pero hay una condición que quizá no tengamos en cuenta cuando ponemos a Carlos Pellegrini entre nuestros grandes presidentes: no lo condicionó nunca su reelección porque en aquellos años había un solo período de seis años sin ninguna posibilidad de reelección inmediata.

La presidencia de Carlos Pellegrini enseña que hay que trabajar duro para cumplir las metas, pero sobre todo que no hay que preocuparse por las elecciones que vienen, porque las únicas que realmente importan son las que te eligieron y te dieron mandato para hacer lo que prometiste. No importan las encuestas, los consejos de los consultores ni la retórica de la oposición.

Nunca hay que dejar para un hipotético segundo periodo el cumplimiento del mandato del pueblo. Una, porque no se sabe si llegará. Y dos, porque para que llegue, siempre lo mejor es hacer de tripas corazón y abocarse a lo que hay que hacer. No alcanza con instalarse en la Casa Rosada para que ocurra por arte de magia todo lo se prometió. Las cosas no funcionan así: hay que empujarlas con constancia y mucha fuerza para que ocurran.

Pellegrini nos enseña hoy que los presidentes tienen que inmolarse sin pensar en su reelección. Lo paradójico es que esa es le mejor manera de ser reelegido.