Tampoco pretendo juzgar a los protagonistas: no es esa, ni de lejos, la misión del periodismo. Solo quiero llamar la atención sobre una realidad de nuestra cultura colectiva que sale a la luz en hechos como este: el escaso apego a la vida. Quiero decir que ante muchos acontecimientos como el de esta semana, y en todos los niveles de nuestra sociedad, aparece la vida como una moneda barata que se puede cambiar por unas emociones o que se puede perder sin demasiadas consecuencias.
La vida es un bien superior, esencial para todo lo demás. Solo debemos poner por encima de ella el llamado de la Patria para defender nuestra independencia, pero nada más. Sin vida no hay amor, ni sueños, ni trabajo, ni futuro, ni felicidad... por lo menos en este mundo. Y para los que tenemos fe, la vida es el don esencial de Dios, sobre el que los hombres no tenemos ningún derecho. Además, sin vida no hay posibilidad alguna de merecer el premio de la Vida que empieza con la muerte.
Pero también sorprende la falta de aprecio a las consecuencias del delito, como si no bastara con la educación elemental o con lo que enseñan los medios de comunicación, que quizá –ahora que lo pienso– puede que sea insuficiente o equivocada. No se entiende que una persona cometa un homicidio para disfrutar no se sabe de qué beneficios de ese crimen. Quizá sea solo la venganza no importa a qué precio... pero de qué venganza me hablan si el disfrute es arruinarse para siempre la propia vida y posiblemente la de toda la familia. Sin embargo, diera la impresión de que, para quienes cometen esos delitos, quitar la vida tendría las mismas consecuencias que tomarse un vaso de agua. Sí que las tiene y son tan terribles que ya no se vuelve de ese lugar, no solo psicológicamente sino también en las consecuencias tremendas, que todavía no son nada comparadas con la falta de libertad que la justicia tiene preparada para los que los cometen.
Es probable que la generación del que esto escribe haya fallado en transmitir a sus hijos o a sus nietos el valor inestimable de la vida. O puede que ese mismo valor intangible sea difícil de entender en la generación acostumbrada a la virtualidad de las pantallas. Más escalofríos causa pensar en los femicidios o en cualquier delito relacionado con las diferencias entre los sexos. Nadie, ni siquiera el estado, tiene derecho a castigar a nadie, por ningún motivo... ¿pero alguien piensa que el amor puede convertirse en odio hasta el grado de acabar con la vida de la persona amada? ¿puede ser que una persona, por más adolescente que sea, piense que puede arrebatarle a otra su novia terminando con su vida? ¿para qué?
Es tan desproporcionada la diferencia entre el mal causado comparado con cualquier vida humana, que hay que concluir que estamos haciendo algo mal colectivamente, como sociedad. Es preciso cambiar antes de que terminemos matándonos unos a otros por naderías. Y no se crea que estamos tan lejos...