25 de abril de 2021

La gestión del disenso


Iñaki Gabilondo debe ser el periodista más conocido de España. Tiene 78 años y más de 50 de ejercicio de la profesión, sobre todo en radio. Muchos no conocen su aspecto pero todos los españoles reconocen su voz grave, vasca y profunda. En una entrevista, publicada hace unos días en el diario El País de Madrid, sorprendió diciendo que está empachado de la actualidad, que para hacer periodismo hay que tener fe, que él la está perdiendo y que por tanto renuncia a seguir comentando la realidad cotidiana. Le paso, textual, las razones que han hecho que Gabilondo se retire de actualidad:

"La política es la gestión del disenso, y el consenso es el punto final de un recorrido al que se llega o no, pero que se alcanza en algunas cosas donde establecemos lo que llamamos sentido común, el territorio compartido. Yo estaba perdiendo la fe al ver la imposibilidad de alcanzar puntos comunes en algo. Y empiezas a sentir una gran incomodidad personal al tener que salir todos los días a la palestra con un escepticismo excesivo. (...) He creído siempre que lo que hacía era algo no muy importante, pero que tenía alguna utilidad. Ahora, con las posiciones tan ultradeterminadas, defendidas de una forma teológica, como en las guerras de religión, acabas con la sensación de que lo que estás haciendo es inútil."

Por desgracia nos pasa seguido a los periodistas que tenemos que sumergirnos en la actualidad como en una cloaca. Y los que no salen asqueados es porque se sienten en la cloaca como en su casa (ya me entiende) o quizá se volvieron cínicos... pero los cínicos no sirven para este oficio, como dijo Ryszard Kapuściński, otro gran periodista, pero esta vez polaco.

Le oí decir una vez a Gabilondo que si llegaran los marcianos, al volver a su planeta nos como una especie que nace, se reproduce y pelea. Y es tal cual, porque desde Caín y Abel los humanos no paramos de pelearnos entre nosotros... y perdone que traiga a los hijos de Adán y Eva: lo hago porque hay una explicación judeocristiana de esa maldición.

La historia de la humanidad es la historia de sus luchas y también de los ensayos denodados –casi siempre estériles– de convivir pacíficamente. Así nacieron las leyes, la democracia, el sistema republicano, la división de poderes, el federalismo, las Naciones Unidas, la Unión Europea... todos intentos de vivir en paz los que pensamos distinto, ya que está claro que eso no va a dejar de pasar. Es que sabemos que donde hay dos personas habrá dos posiciones diferentes; y cuando hay cuatro, las ideas serán dos contra dos y dentro de cada pareja también uno contra uno; y así podemos multiplicar y multiplicar con el mismo resultado hasta llegar a los 7.700 millones de personas que piensan distinto y habitan hoy el planeta que tienen perplejos a los marcianos.

El diario –los medios en general– están repletos de esas diferencias y también de la violencia empleada para terminarlas por la vía contundente. En ese sentido, el periodismo no hace más que mostrar la realidad, pero eso no quiere decir que esté de acuerdo; al contrario: nada ha contribuido más a la paz que informar sobre las batallas de la humanidad, por eso quienes lucran con las guerras lo primero que hacen es censurar al periodismo para que nadie se entere de los horrores que producen.

La humanidad debe aprender a convivir en paz o estará perdida. Decía que estamos en eso desde Caín y Abel, pero ha habido momentos de grandes progresos y otros de notables retrocesos y todo pareciera indicar que nos está tocando uno para abajo. Es cierto que la división es una forma de construir poder; pero mucho mejor, más sensato y productivo, es hacerlo desde la unión porque en toda pelea aunque parece que gana uno, pierden los dos. Desde los dos lados de la grieta tenemos que salir de esas posiciones ultradeterminadas que le preocupan a Gabilondo. Para eso tenemos que reconocer fortalezas en el pensamiento ajeno y ceder un poco en el propio.

18 de abril de 2021

El inestimable valor de la vida


Dos amigos, uno de 19 y otro de 20 años, protagonizaron esta semana un hecho que tuvo conmovida a la ciudad de Posadas. Todo el mundo conoce lo que pasó, por lo que no vale la pena abundar en detalles, ni suponer emociones, ni aventurar móviles. Basta con decir que se trató de una violenta agresión de uno al otro, al parecer con toda la intención de matarlo, figura penal que hoy enmarca la causa abierta a raíz del hecho. 

Tampoco pretendo juzgar a los protagonistas: no es esa, ni de lejos, la misión del periodismo. Solo quiero llamar la atención sobre una realidad de nuestra cultura colectiva que sale a la luz en hechos como este: el escaso apego a la vida. Quiero decir que ante muchos acontecimientos como el de esta semana, y en todos los niveles de nuestra sociedad, aparece la vida como una moneda barata que se puede cambiar por unas emociones o que se puede perder sin demasiadas consecuencias.

La vida es un bien superior, esencial para todo lo demás. Solo debemos poner por encima de ella el llamado de la Patria para defender nuestra independencia, pero nada más. Sin vida no hay amor, ni sueños, ni trabajo, ni futuro, ni felicidad... por lo menos en este mundo. Y para los que tenemos fe, la vida es el don esencial de Dios, sobre el que los hombres no tenemos ningún derecho. Además, sin vida no hay posibilidad alguna de merecer el premio de la Vida que empieza con la muerte.

Pero también sorprende la falta de aprecio a las consecuencias del delito, como si no bastara con la educación elemental o con lo que enseñan los medios de comunicación, que quizá –ahora que lo pienso– puede que sea insuficiente o equivocada. No se entiende que una persona cometa un homicidio para disfrutar no se sabe de qué beneficios de ese crimen. Quizá sea solo la venganza no importa a qué precio... pero de qué venganza me hablan si el disfrute es arruinarse para siempre la propia vida y posiblemente la de toda la familia. Sin embargo, diera la impresión de que, para quienes cometen esos delitos, quitar la vida tendría las mismas consecuencias que tomarse un vaso de agua. Sí que las tiene y son tan terribles que ya no se vuelve de ese lugar, no solo psicológicamente sino también en las consecuencias tremendas, que todavía no son nada comparadas con la falta de libertad que la justicia tiene preparada para los que los cometen.

Es probable que la generación del que esto escribe haya fallado en transmitir a sus hijos o a sus nietos el valor inestimable de la vida. O puede que ese mismo valor intangible sea difícil de entender en la generación acostumbrada a la virtualidad de las pantallas. Más escalofríos causa pensar en los femicidios o en cualquier delito relacionado con las diferencias entre los sexos. Nadie, ni siquiera el estado, tiene derecho a castigar a nadie, por ningún motivo... ¿pero alguien piensa que el amor puede convertirse en odio hasta el grado de acabar con la vida de la persona amada? ¿puede ser que una persona, por más adolescente que sea, piense que puede arrebatarle a otra su novia terminando con su vida? ¿para qué?

Es tan desproporcionada la diferencia entre el mal causado comparado con cualquier vida humana, que hay que concluir que estamos haciendo algo mal colectivamente, como sociedad. Es preciso cambiar antes de que terminemos matándonos unos a otros por naderías. Y no se crea que estamos tan lejos...

11 de abril de 2021

La información como remedio

Es imposible saber con precisión cuánta gente se llevó la Peste Negra del siglo XIV: en esas épocas nadie contaba ni a los vivos ni a los muertos y mucho menos se les ocurría proyectar curvas de infectados y compararlas para ver a quién le iba mejor y a quién peor... Dicen los historiadores que fueron entre 75 y 200 millones: pongamos, redondeando para abajo, que entre los años 1345 y 1355 murió la mitad de los habitantes de Europa por la Peste Negra.

En 1918, otros o los mismos historiadores, calculan que fueron 50 millones los muertos en todo el mundo por la mal llamada Gripe Española. Ya se sabe que la gripe había llegado a Europa llevada por soldados norteamericanos que viajaron a finiquitar la Primera Guerra Mundial. Esos soldados causaron más muertes por la peste que por las armas y fue la censura la que confundió los muertos de la guerra con los del virus y también la que le dio el adjetivo de española, porque por no estar España en la guerra, nadie censuraba a sus periódicos, que sí informaban sobre la gripe, así que la humanidad entendió que esa peste era cosa de España y de los españoles.

La buena noticia es que en 100 años hemos avanzado lo suficiente como para que una gripe de la misma naturaleza haya causado hasta ayer casi tres millones de muertes en todo el mundo: el 0,04 % de sus habitantes totales. Parecen muchísimas para nuestra sensibilidad, pero tenga en cuenta que en 1918 la población del mundo era de 1.825 millones, así que los muertos fueron el 2,7 % de la población mundial.

Si no cuento mal, la humanidad ya ha conseguido fabricar unas doce vacunas contra el virus del covid, de las que se están administrando nueve o diez. En unos meses habrá de todas las marcas y nacionalidades, se podrán comprar como genioles y nos las pondrán todos los años como pasa hoy con los planes de vacunación contra la gripe o la neumonía (haga el favor de ponérselas en cuanto lleguen). Todo bien con las vacunas, pero del mismo modo que lo que disparó la Gripe Española fue la desinformación, hasta ahora lo que paró los efectos del coronavirus fue la información.

Siempre es así y cada año que pasa estamos mejor gracias a que sabemos más, a pesar de lo que digan los hermeneutas del fin del mundo. Cada nueva pandemia será más fácil de combatir si nos dejan informar a la gente lo que tiene que hacer, desde no darse la mano hasta donde hay que ir a vacunarse. Fíjese lo que Giovanni Boccaccio –algo así como un periodista de aquella época– escribía en 1348: “Y más allá llegó el mal: que no solamente el hablar y el tratar con los enfermos daba a los sanos enfermedad o motivo de muerte común, sino también el tocar los paños o cualquier otra cosa que hubiera sido tocada o usada por aquellos enfermos, que parecía llevar consigo aquella tal enfermedad hasta el que la tocaba”. Lástima que en aquella época muy pocos sabían leer...
Viendo televisión, oyendo la radio, leyendo el diario, buscando información en las redes sociales o en internet... aprendimos todo lo que hay que hacer para no contagiarse. Todavía en todo el mundo los gobernantes y las autoridades sanitarias llaman a conferencias de prensa para dar noticias y recomendaciones a sus ciudadanos. Señal clarísima de la necesidad del periodismo que con su sello certifica la verdad en un mundo cada vez más embarrado por la mentira.

Antes de que lleguen las vacunas, solo con información conseguimos reducir la mortandad en unos 200 millones de personas. La información es un derecho y por eso también es un deber, pero también un buen remedio.

4 de abril de 2021

La única elección que importa

El 6 de agosto de 1890, a los 44 años, Carlos Pellegrini sucedió en la presidencia de la República a Miguel Juárez Celman, después de su renuncia tras la Revolución del Parque. Mientras el presidente se escapaba a su estancia cerca de Arrecifes, Pellegrini, al mando de las tropas y a caballo, sofocó la Revolución que tuvo por epicentro el Parque de Artillería, en las manzanas que hoy son plazas desde la avenida Córdoba a la calle Lavalle entre Libertad y Talcahuano, de Buenos Aires.

Al renunciar Juárez Celman, Pellegrini asumió la presidencia de la Nación hasta el fin de su mandato. Pellegrini había sido el vicepresidente de la desastrosa gestión de Juárez Celman: el peso perdió valor frente al oro, la bolsa se fue al tacho, quebraron muchas empresas y aumentó una barbaridad el costo de la vida. En dos años y tres meses, Pellegrini arregló el país y entregó el poder a Luis Sáenz Peña el 12 de octubre de 1892. 
  

Los revolucionarios que se llevaron puesto a Juárez Celman hoy son ciudades y avenidas de todo el país: Leandro N. Alem, Bartolomé Mitre, Aristóbulo del Valle, Bernardo de Irigoyen... Y Carlos Pellegrini compite en monumentos con ellos y con Sarmiento o Roca, mientras que solo una estación perdida en el norte de la provincia de Córdoba se llama Juárez Celman, así, sin nombre de pila, quizá para provocar la confusión con su hermano mayor, Marcos, que fue gobernador de Córdoba y le dio su nombre –ahora sin Celman, para que tampoco lo confundan– a una linda y pujante ciudad en el sur de su provincia.

Pellegrini redujo el gasto, bajó la inflación, pagó las deudas… hizo el ajuste. Pero lo que quiero resaltar no es nada de eso sino los dos años, tres meses y seis días que duró su gobierno y que le sobraron para arreglar el desbarajuste. No le interesaba ningún otro resultado que el bien de la Patria... o quizá su propia autoestima. Tomó las medidas que había que tomar, sin vueltas ni lloriqueos. Pidió plata a propios y extraños, canceló deudas y no le mezquinó el culo a la jeringa. Pero hay una condición que quizá no tengamos en cuenta cuando ponemos a Carlos Pellegrini entre nuestros grandes presidentes: no lo condicionó nunca su reelección porque en aquellos años había un solo período de seis años sin ninguna posibilidad de reelección inmediata.

La presidencia de Carlos Pellegrini enseña que hay que trabajar duro para cumplir las metas, pero sobre todo que no hay que preocuparse por las elecciones que vienen, porque las únicas que realmente importan son las que te eligieron y te dieron mandato para hacer lo que prometiste. No importan las encuestas, los consejos de los consultores ni la retórica de la oposición.

Nunca hay que dejar para un hipotético segundo periodo el cumplimiento del mandato del pueblo. Una, porque no se sabe si llegará. Y dos, porque para que llegue, siempre lo mejor es hacer de tripas corazón y abocarse a lo que hay que hacer. No alcanza con instalarse en la Casa Rosada para que ocurra por arte de magia todo lo se prometió. Las cosas no funcionan así: hay que empujarlas con constancia y mucha fuerza para que ocurran.

Pellegrini nos enseña hoy que los presidentes tienen que inmolarse sin pensar en su reelección. Lo paradójico es que esa es le mejor manera de ser reelegido.