Muy distinta suerte corrieron, después de la expulsión de los jesuitas en 1767 por orden de Carlos III, cada uno de los antiguos doce pueblos situados hoy en la provincia de Misiones. La mayoría fueron abandonados cuando los aborígenes volvieron a la selva. Luego, cuando las cosas se calmaron, crecieron nuevos pueblos a la vera de la antigua reducción, de la que siguieron usando su iglesia o su cementerio, como en Loreto, Santa Ana o San Ignacio. En el caso de Concepción de la Sierra o de Apóstoles, las ciudades actuales están asentadas en la misma traza de la misión original y los antiguos edificios sirvieron de cantera para los que se construyeron encima: ni más ni menos de lo que ocurrió en Troya, en Jerusalén o en Roma.
A pesar del tiempo y de la naturaleza, algunas de las misiones han perdurado bastante completas y las podemos admirar. Es el caso de la iglesia de San Ignacio Miní, a cuya fábrica solo le falta parte del frontispicio y el techo. Es que los techos eran de madera y se perdieron en todos los casos, por no resistir los embates del cupi'i o del fuego y a veces también de los hombres, más ávidos de leña y de vigas que de pesadas piedras.
Solía explicar entonces, y lo vuelvo a hacer ahora, que edificios mucho más antiguos que admiramos en toda Europa, han sido reconstruidos después de cada guerra. Por eso hoy nos asombran palacios, castillos, monasterios, catedrales... como fueron en su esplendor, o mejor todavía, ya que cada reconstrucción agregó los progresos del nuevo siglo, como la luz, la calefacción o el agua corriente. También hay ruinas griegas y romanas en Europa, pero son mucho más antiguas y su reconstrucción ha sido imposible entre otras cosas porque también fueron cantera para nuevos edificios, pero los que se construyeron con sus piedras son tanto o más interesantes que los que produjeron los escombros de las invasiones bárbaras.
Hoy vuelvo a insistir en la necesidad de recrear por lo menos una de las antiguas misiones, tal como están sus contemporáneas de la Chiquitanía, en Bolivia: con sus iglesias como eran hace 300 años, pero no muertas sino vivas, con curas y misas, coros y orquestas de instrumentos originales, que es el mejor modo –el único diría– de conservar a pleno un edificio. La industria hotelera puede hacer otro tanto en los barrios de viviendas de las reducciones.
Todo se puede reconstruir aprovechando fondos del BID, de la Unesco, del Instituto de Cooperación Iberoamericana, de la Corona Española o quién sabe de qué institución cuyo remordimiento por la expulsión de los jesuitas quiera remediar el daño que les hicieron sus antepasados.
No es un gasto. Es una formidable inversión en turismo y en la autoestima de los misioneros. Puede llevar tiempo, pero hay que empezar de una vez, porque, como reza el sabio dicho popular, cuanto antes empecemos, antes terminaremos.