Aunque usted no lo creo, la humanidad avanza; despacito y a los tumbos, pero avanza. A veces no nos damos cuenta porque nos toca la parte en la que vamos para abajo, pero el resultado final de los avances y retrocesos da un claro progreso hacia tiempos mejores. Y es una lástima que necesitemos hechos dolorosos para avanzar, porque pareciera que no hay otro camino para darnos cuenta de que las cosas deben cambiar. Como botón de muestra basta cualquiera de nuestras catástrofes –naturales o provocadas por el odio– que han motivado las mejoras en lo que había: fue el par de guerras mundiales del siglo pasado lo que hizo ver a los padres fundadores de la Unión Europea que para conseguir la paz en el viejo continente no había otra que unirse. Europa consiguió así el tiempo de paz más largo desde la Pax Romana.
Así es la larga historia del mundo: una lucha de nosotros contra nosotros mismos. Unas veces peleando hasta matarnos unos a otros y otras peleando para no pelear más. Tan seguros estamos de que es imposible no pelear que llegamos a establecer leyes para las guerras como las cuatro Convenciones de Ginebra que protegen a las víctimas de los conflictos armados... pero hace tiempo que buscamos el modo de matarnos menos, como el caso de la ordalía, que le dio al Cid el título de Campeador (campeón) o el pacto entre Bolívar y Canterac para enfrentarse solo con lanzas y sables en la batalla de Junín.
Sabemos que es casi inevitable que peleemos, por eso las leyes intentan minimizar los conflictos, pero sobre todo promover la convivencia. Si hace siglos el modo de terminar con las ideas contrarias era matar a todos los que las tenían, imagínese lo que hemos progresado hasta que un día inventamos la democracia representativa, cuya descripción más acertada es la convivencia pacífica de los que piensan distinto (otros la llaman democracia liberal, pero ese adjetivo se ha vuelto problemático entre nosotros). Baste con decir que el concepto de democracia incluye los derechos a la igualdad ante la ley, al debido proceso, a la propiedad privada, a la intimidad, a la libre expresión, a la libre asociación y al ejercicio del propio culto...
A ese concepto completo de democracia se suma el de república, que incluye la limitación del poder en el tiempo y en el espacio, expresado en la división de poderes (por lo menos en ejecutivo, legislativo y judicial) y en el acotamiento de los periodos de los gobernantes, porque ya se sabe aquello del caballo del comisario... Según nuestra constitución, quien atente contra la división de poderes comete el delito de los infames traidores a la patria y si bien pone límites a la perpetuación, hemos aprendido a saltarnos esas vallas con triquiñuelas de todo tipo.
Los argentinos debemos aprender de una vez por todas que tenemos que ponernos de acuerdo en cosas tan elementales como estas, que para colmo están esculpidas en nuestra constitución pero rara vez las cumplimos porque seguimos entendiendo la democracia como la imposición a las minorías del pensamiento de las mayorías, expresado en la frase ya remanida del que dice que si no te gusta lo que mando, fundes un partido político y ganes las elecciones.
Los argentinos tenemos que dejar de pelear, y para eso es preciso que nos pongamos de acuerdo en los principios básicos de la democracia que queremos. Están todos en nuestra constitución: solo hay que cumplirlos, pero quizá requieran todavía de un proceso que nunca se llevó a cabo después de la reforma de 1994 y que está esperando por lo menos desde 1853. Si no lo hacemos, cada nuevo gobierno cambiará hasta los nombres de las calles y seguiremos dando tumbos en la historia, pero con resultado negativo.