No estoy juzgando el pasado: no tiene objeto ni utilidad, pero además siempre será injusto hacerlo con parámetros del presente. Tampoco la corrupción, que es transversal y está en todos lados por igual. Con los años todos sabemos que la realidad es gris: no están los puros de un lado y los impuros del otro, porque en este mundo el bien y el mal están mezclados hasta en el corazón de cada persona.
Pensar distinto no es una debilidad sino una gran fortaleza. Nuestra debilidad no es que haya dos posiciones a cada lado de la grieta sino que los dos bandos están empatados y el empate nos empantana hace ya muchos años. Dice Andrés Malamud que hay tres modos de salir del empate, probados con más o menos éxito en la historia de la humanidad:
1. La guerra civil. Unos matan a los otros y se desempata en el campo de batalla. Pasa más seguido de lo que pensamos y siempre hay una en algún lugar del mundo.
2. La intervención extranjera. Está un poco más en desuso, pero marcó a todo el siglo XX con resultados de lo más desparejos.
3. Arreglarnos entre nosotros. Está claro que hay que descartar las dos primeras y que esta es la que nos toca a nosotros. Se cita seguido el caso de España, que probó primero con la guerra civil en 1936 y luego con los pactos de la Moncloa en 1977.
Quienes fundaron nuestra patria lo tenían tan claro que establecieron en 1813 el lema de nuestra moneda –EN UNION Y LIBERTAD– como para que no pase un día sin leerlo. No se trata de uniformidad sino de unidad en la diversidad, que es la que enriquece a una sociedad. Y para eso hace falta una sola cosa: que ambos contendientes cedan un poco en sus convicciones, que aguanten hasta que se les pase el dolor de barriga que les pueda causar abrazarse a sus contendientes para reconstruir nuestra nación.