28 de febrero de 2021

Todos somos Ginés

El Vacunatorio VIP del Ministerio de Salud mantuvo ocupada a la opinión pública esta semana que pasó, gracias, entre otras cosas, al fogoneo del periodismo enojado con el gobierno nacional. Visto así, sin pensar mucho, parece una contradicción que en un gobierno popular se vacune primero a los amigos del poder. Parece que también lo ve así el presidente, que se lo llevó puesto al ministro Ginés González García. No es mi intención juzgar ninguna de esas conductas –de las que tampoco conozco los pormenores– pero sí sacar un par de consecuencias del episodio.

González García debe ser un buen médico, un bocho, un capo en infectología y políticas sanitarias, pero ya no tenía edad ni presencia para dirigir un ministerio; mucho menos el de Salud y menos todavía desde que se desató la pandemia que requería un esfuerzo físico diario y sin descanso, en una persona de 75 años y con un claro un perfil de riesgo. De hecho, gran parte del trabajo lo hacía su segunda, la médica Carla Vizzoti que ahora ocupa el cargo de ministra y que anteayer anunció que había dado positivo de coronavirus.

Ahora a nadie le conviene reconocer una realidad tremenda de la argentinidad, quizá por estar ocupados en tirarse con todo lo que tienen desde los dos lados de la grieta, que por desgracia divide a los argentinos hace muchos años. El gobierno nacional ha dejado un flanco muy débil que la oposición está atacando con fuego a discreción; cosas de la política que algún día debemos superar unidos: hoy es urgente ocuparse de la salud del pueblo argentino y no de revolver errores para agrandarlos.

Nos guste o no, todavía somos así. Aprovechar los privilegios del poder para vacunarnos antes que los demás, es algo que –casi con seguridad– hubiéramos hecho todos. No es por malos, es por ventajeros y pasa desde la época de Pedro de Mendoza, pero estoy seguro de que los aborígenes que se encontraron los conquistadores también eran así y quién sabe hasta cuándo llegamos si nos internamos en los vericuetos de la historia.

Cuando era chico tuve que sacar la cédula de identidad en la Policía Federal. Como mi padre era funcionario nacional, fuimos con mi madre y mis hermanos al Departamento Central de la Policía Federal, que todavía ocupa una manzana en el barrio de Montserrat, en Buenos Aires. Cuando llegamos, nos acompañó un agente hasta la fila de los recomendados (por no decir acomodados). Lo curioso es que esa fila era bastante más nutrida que la de los que iban sin acomodo y hacían la cola del otro lado del salón. Para colmo, a los recomendados los atendía una sola persona en un lindo escritorio, mientras que los simples mortales tenían unas cuantas ventanillas a su disposición y terminaban su trámite mucho antes que los acomodados. Desde entonces siempre se me ocurre que va a pasar lo mismo cada vez que me toca usar un privilegio, así que tiendo a pasarme a la cola de los simples mortales, no porque no me atraigan los privilegios, sino porque los resultados pueden ser mejores.

Si podemos aprovecharnos de una situación de desigualdad, todos lo hacemos. Dicen que es lo que más se extraña del poder cuando se lo pierde: el auto con chofer, la sala VIP de los aeropuertos, la alfombra roja... o estacionar siempre en el mejor lugar. Mire en Posadas los carteles de estacionamiento para funcionarios de todo tipo: ocupan lugares que son de todos porque imponen esos privilegios que además son abusos de poder. Es la psicología del privilegio y es una de las razones por las que nos gusta el poder: para aprovecharnos de él.

Por si no se entendió... lo que quiero decir es que no nos hagamos tanto los escandalizados con el Vacunatorio VIP de Ginés porque todos somos como Ginés y sus amigos; y quizá lo que nos da bronca es no estar en esa lista de los acomodados.

21 de febrero de 2021

Paremos de pelear

Aunque usted no lo creo, la humanidad avanza; despacito y a los tumbos, pero avanza. A veces no nos damos cuenta porque nos toca la parte en la que vamos para abajo, pero el resultado final de los avances y retrocesos da un claro progreso hacia tiempos mejores. Y es una lástima que necesitemos hechos dolorosos para avanzar, porque pareciera que no hay otro camino para darnos cuenta de que las cosas deben cambiar. Como botón de muestra basta cualquiera de nuestras catástrofes –naturales o provocadas por el odio– que han motivado las mejoras en lo que había: fue el par de guerras mundiales del siglo pasado lo que hizo ver a los padres fundadores de la Unión Europea que para conseguir la paz en el viejo continente no había otra que unirse. Europa consiguió así el tiempo de paz más largo desde la Pax Romana.

Así es la larga historia del mundo: una lucha de nosotros contra nosotros mismos. Unas veces peleando hasta matarnos unos a otros y otras peleando para no pelear más. Tan seguros estamos de que es imposible no pelear que llegamos a establecer leyes para las guerras como las cuatro Convenciones de Ginebra que protegen a las víctimas de los conflictos armados... pero hace tiempo que buscamos el modo de matarnos menos, como el caso de la ordalía, que le dio al Cid el título de Campeador (campeón) o el pacto entre Bolívar y Canterac para enfrentarse solo con lanzas y sables en la batalla de Junín.

Sabemos que es casi inevitable que peleemos, por eso las leyes intentan minimizar los conflictos, pero sobre todo promover la convivencia. Si hace siglos el modo de terminar con las ideas contrarias era matar a todos los que las tenían, imagínese lo que hemos progresado hasta que un día inventamos la democracia representativa, cuya descripción más acertada es la convivencia pacífica de los que piensan distinto (otros la llaman democracia liberal, pero ese adjetivo se ha vuelto problemático entre nosotros). Baste con decir que el concepto de democracia incluye los derechos a la igualdad ante la ley, al debido proceso, a la propiedad privada, a la intimidad, a la libre expresión, a la libre asociación y al ejercicio del propio culto...  

A ese concepto completo de democracia se suma el de república, que incluye la limitación del poder en el tiempo y en el espacio, expresado en la división de poderes (por lo menos en ejecutivo, legislativo y judicial) y en el acotamiento de los periodos de los gobernantes, porque ya se sabe aquello del caballo del comisario... Según nuestra constitución, quien atente contra la división de poderes comete el delito de los infames traidores a la patria y si bien pone límites a la perpetuación, hemos aprendido a saltarnos esas vallas con triquiñuelas de todo tipo.

Los argentinos debemos aprender de una vez por todas que tenemos que ponernos de acuerdo en cosas tan elementales como estas, que para colmo están esculpidas en nuestra constitución pero rara vez las cumplimos porque seguimos entendiendo la democracia como la imposición a las minorías del pensamiento de las mayorías, expresado en la frase ya remanida del que dice que si no te gusta lo que mando, fundes un partido político y ganes las elecciones.

Los argentinos tenemos que dejar de pelear, y para eso es preciso que nos pongamos de acuerdo en los principios básicos de la democracia que queremos. Están todos en nuestra constitución: solo hay que cumplirlos, pero quizá requieran todavía de un proceso que nunca se llevó a cabo después de la reforma de 1994 y que está esperando por lo menos desde 1853. Si no lo hacemos, cada nuevo gobierno cambiará hasta los nombres de las calles y seguiremos dando tumbos en la historia, pero con resultado negativo.

14 de febrero de 2021

Pragmatismo político


El domingo pasado hubo elecciones generales en Ecuador. Se presentaron 16 candidatos a presidente y vice, algunos de ellos sin el soporte de un partido político orgánico, por lo menos en el sentido que en la Argentina conocemos a estas agrupaciones.

Cuatro candidatos se llevaron 87,51 % de los votos y el resto se distribuyó entre los doce restantes, de los que solo uno llegó al 2 % y siete no alcanzaron ni el 1 %. Todavía hay que contar voto por voto las mesas observadas, pero ya está súper claro el ganador: Andrés Arauz, con el 32,7 % de los votos. Lo siguen, cabeza a cabeza entre ellos, Guillermo Lasso y Yaku Pérez con el 19,74 % y el 19,38 % respectivamente; una diferencia de 33.656 votos: el típico empate técnico, que esta vez no involucra al primero pero tampoco lo deja tranquilo.

Arauz es el candidato de la coalición que cobija al llamado socialismo del siglo XXI, de Rafael Correa, quien fuera presidente del Ecuador durante más de diez años y hoy está prófugo de la justicia con una condena de prisión por cohecho agravado. Lasso es un banquero de Guayaquil –aliado esta vez con el Partido Social Cristiano– que enfrentó al actual presidente, Lenín Moreno, en las elecciones de 2017 y perdió por muy poco con serias sospechas de fraude. Pérez es el candidato de Pachakutik, el movimiento indígena, que por primera vez no va aliado con otra fuerza política, que solía ser la ganadora precisamente por el caudal de votos indígenas... y también fue más de una vez la causa de la caída del presidente al retirar su apoyo a la alianza gobernante.

Con estos números, Arauz tiene que revalidarse en las urnas el próximo 11 de abril contra quien resulte segundo en el conteo voto a voto, que esperan se conozca esta semana.

Los votos sumados del segundo y el tercero le ganan ampliamente al primero, así que se supone que el candidato de Rafael Correa esta vez no ganará la segunda vuelta si el segundo y el tercero deciden hacerle frente juntos; cosa que puede parecer bien curiosa porque se trataría de un pacto entre el movimiento indígena y un banquero de corte conservador, sostenido por la derecha ecuatoriana. Digo que puede parecer porque Yaku Pérez y Guillermo Lasso ya se aliaron en contra del candidato de Correa en la segunda vuelta de la elección de 2017. El viernes ambos candidatos se reunieron en la sede del Consejo Nacional Electoral y decidieron revisar una por una todas las actas electorales de la provincia de Guayas (Guayaquil) y el 50 % de otras 16 provincias de las 24 que tiene el país. El candidato ganador será el que digan los votos bien contados, pero todavía falta la reunión en el café de la esquina para saber si los une el amor o el espanto: pragmatismo político en estado puro.

Al que salió primero le convendría que el segundo y el tercero se peleen; y al segundo y el tercero les viene mejor pactar una alianza que les permita ganar juntos la segunda vuelta el 11 de abril. Para eso deben encontrar los puntos en común y olvidarse de algunas diferencias. Es cierto que los une el rechazo visceral a la Revolución Ciudadana de Correa, pero sobre todo, y como ha propuesto el candidato de Izquierda Democrática Xavier Hervas (el que salió cuarto con el 15,7 % de los votos), se trata de un pacto entre las fuerzas que el domingo pasado sumaron 55 % de los sufragios con el fin de salvar la democracia en el Ecuador. Pero para pactar hay que ceder; unos y otros tienen que encontrar la fórmula que los incluya en un proyecto común: un empresario conservador que gobierne orientado a los más necesitados y con una mirada decidida hacia los pueblos originarios.

Ya se sabe que los votos no son propiedad de nadie y que por tanto no se negocian ni se trasladan, así que habrá que esperar al 11 de abril, a ver qué decide el pueblo ecuatoriano. Mientras, podemos aprender la lección inesperada de pragmatismo político de sus candidatos.

7 de febrero de 2021

Cura más el afecto que los remedios


Lo descubrí hace años visitando a un amigo en una clínica española. Mientras lo acompañaba y charlábamos de bueyes perdidos, se hizo la hora de almorzar. Apareció entonces la camarera con un par de platos suculentos y una botella de tinto de la Rioja. Mientras reclamaba mi copa, pregunté si había algo que celebrar. Nada, me contestó la empleada, el señor no tiene ninguna indicación sobre lo que puede comer... y no dio más explicaciones.

A las explicaciones me las di yo cuando razoné que cura más una tortilla de papas con vino tinto que las zanahorias hervidas con agua tibia. Sé que el ajo o las cebollas tienen grandes propiedades curativas, pero no me refiero al remedio del cuerpo sino al del alma: después de la cercanía de los afectos no hay nada como una buena comida y una buena bebida para estar saludables, precisamente porque son una demostración de afecto. Por eso me preguntaba hace unos meses –en esta columna y ya en plena pandemia– si curan más los afectos o la soledad. Entonces la autoridad sanitaria nos había confinado a todos en nuestras casas y si aparecía algún enfermo se lo llevaban como a un leproso de la época de Jesucristo.

El aislamiento obligatorio nos había encerrado a todos en nuestras casas con la consiguiente imposibilidad de vernos los padres con sus hijos y los hijos con sus padres, los abuelos con sus nietos, los novios, los hermanos, los tíos, los sobrinos, los amigos... A medida que el confinamiento se fue flexibilizando, hemos podido encontrarnos con socios, compañeros de trabajo, colegas, clientes... y también con nuestros afectos más cercanos, pero para oírnos y vernos con los están más lejos, hemos tenido que recurrir a viajes estrambóticos o al locutorio carcelario de los sistemas disponibles en las redes.

Ahora, cuando han pasado ya casi once meses desde que se declaró la pandemia en el mundo, puedo sostener sin ningún complejo la afirmación del título, convencido de que la comida y la bebida son parte elemental de esos afectos, pero sobre todo son los afectos mismos los que necesitamos para fortalecer nuestra salud. Siempre ha sido así, siempre ha curado más cualquier enfermedad un caldo de pollo con nombre y apellido que diez blisters de remedios de todos los colores, no tanto por el caldo de pollo como por el cariño que significa.

He sido testigo de esto que ahora aseguro, pero es tan de sentido común que me atrevo a universalizarlo. Todos saben, pero especialmente los médicos, que no es una buena idea aislar a los pacientes, arrinconarlos lejos de sus afectos, no darles esperanzas ni mostrarles motivos para vivir, tengan la enfermedad que tengan. Y cuanta más edad, peor es.

Me retrucarán que hay enfermedades muy contagiosas, como el covid. Que esos contagios se transmiten por el aire y por todo lo que tocamos... Está bien, pero para demostrar el afecto no hace falta acercarse tanto, ni verse en lugares cerrados... además todos tenemos que comer y cuanto más rico mejor. Debe tener más resultados correr algunos riesgos de contagio que dejar a las personas aisladas y a su suerte en un hospital donde se corre tanto o más peligro que en cualquier reunión familiar.