En Gettysburg –estado de Pensilvania– se libró la batalla más sangrienta de la Guerra Civil estadounidense; duró tres días enteros, desde el 1 al 3 de julio de 1863 y las bajas entre muertos y heridos superaron los 52.000 hombres. Tres meses y medio después del combate, el presidente Abraham Lincoln inauguró en el mismo campo de batalla el cementerio de los que allí habían caído. Fue el 19 de noviembre de 1863 y ese día pronunció su discurso más conocido. Pocas palabras pero contundentes sobre la nación que se disponía a refundar, conocedor de que esa batalla había decidido la suerte de la guerra a su favor. Fue entonces cuando describió a la democracia como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Le copio la frase completa con la que terminaba el discurso, porque creo que hoy es tan necesaria como entonces: Somos los vivos quienes debemos abocarnos a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que de estos muertos a los que honramos extraigamos una mayor devoción a la causa por la que ellos dieron la mayor muestra de devoción: que resolvamos aquí firmemente que estos muertos no habrán dado su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no desaparecerá de la Tierra.
Esta semana jurará el nuevo presidente de los Estados Unidos. Lo hará después de que el pasado 6 de enero una turba de locos partidarios del actual presidente intentaran tomar el edificio del Congreso para evitar la votación del colegio electoral que consagraría a Joe Biden como su 46º presidente. No lo lograron, pero fue un espectáculo propio de una república bananera y no de la democracia más antigua, poderosa y establecida del mundo. Parecía la caída de un imperio; es temprano para hacer esos juicios, pero permítame que haga unas consideraciones sobre la democracia y lo que dijo Abraham Lincoln hace 157 años.
Donald Trump fue el 45º presidente de los Estados Unidos... porque ganó las elecciones. Esa es la evidencia más certera de que la democracia no es solo elegir a las autoridades por el voto popular. Si las elecciones fueran el criterio absoluto de la democracia, estaríamos en serios problemas y no solo en los Estados Unidos. Lincoln lo dice a su modo, pero me gusta recalcar que la democracia es la convivencia pacífica de los que piensan distinto y no la imposición a las minorías del pensamiento de las mayorías.
Aristóteles llamó demagogia a ese virus que ataca a la democracia hasta degradarla completamente: una estrategia para alcanzar el poder político con apelaciones a prejuicios, emociones, miedos y esperanzas del pueblo, usados ganar apoyo popular a fuerza de retórica barata y propaganda cara.
Pero además hay que contar con que el poder enloquece y las pruebas están al canto en cualquier relación de poder, desde la más doméstica hasta la más encumbrada. En gran parte del mundo ganar las elecciones se ha vuelto una patente para abusar impunemente del pueblo, en lugar de ser una responsabilidad sagrada en servicio de todos los ciudadanos. Como toda regla, hay que admitir excepciones que la confirman: hay unos pocos gobernantes que se libran de la maldición.
No existían en la época de Aristóteles, ni en la de Lincoln, los medios de opinión pública que hoy permiten sabotear la democracia, eternizarse en el poder, discriminar a las minorías o propagar el extremismo. Urge, por eso, una nueva legislación para proteger a las democracias de los viejos vicios y también de los nuevos, pero sobre todo de los que se vuelven locos con el poder y se convierten de buenas a primeras en el Tirano Banderas.
Más provechoso que los debates obligatorios televisados entre los candidatos sería obligarlos a hacerse tests psicológicos en vivo y en directo. Sería, además, un espectáculo tremendo.