29 de noviembre de 2020

Hidrantes de verdad


Las lluvias aplacaron los incendios forestales de esta semana, tanto que ayer casi no quedaban focos en toda la provincia. Fue la noticia principal del martes y del miércoles pasados, antes de que la muerte de Diego Armando Maradona copara toda la agenda informativa. Hasta entonces, las noticias daban cuenta de la fuerte escalada de incendios que se volvería alarmante si no llegaban las lluvias. Y gracias a Dios –en este caso no es ninguna alusión al Diego– la lluvia llegó el jueves, cuando había una docena de focos importantes en la provincia y algunos de ellos amenazaban viviendas que debieron ser evacuadas.

La sequía y el calor provocan estas tragedias en la selva y en las explotaciones forestales. Bueno... la sequía, el calor y algunos irresponsables, pero también los delincuentes que provocan los incendios para echarle la culpa del desmonte al viento norte. Confieso que nunca entendí la relación entre jugar con fuego y hacerse pis en la cama, pero era la amenaza que sufríamos los más grandes cuando éramos chicos: el que juega con fuego se hace pis en la cama. Supongo que ya no se usa en estos tiempos en que cualquier expresión que suene a amenaza puede terminar con los huesos del que la prorrumpió en el campo de concentración del INADI, pero quizá valga la pena correr ese riesgo si con eso conseguimos mantener a raya a los incendiarios.

Junto con el fuego aparecieron en las noticias los esfuerzos sobrehumanos de los bomberos, los guardaparques, la Policía, Defensa Civil y otras fuerzas vivas para controlarlo. Es imposible acercarse desde el nivel del suelo al calor infernal que irradia un bosque en llamas, así que no queda otra que circunscribir el fuego dando por perdida una parte que todavía no se quemó. Por eso, para luchar contra los incendios de bosques, además de los cortafuegos, se han mostrado muy eficaces los aviones hidrantes que descargan miles de litros de agua sobre los bosques en llamas. 


El Plan Provincial de Manejo del Fuego cuenta con dos aviones hidrantes y un vigía. El Servicio Nacional, por su parte, cuenta con unos 25 entre propios y contratados. Todos esos aviones son Dromedar o AirTractor, dos modelos de características muy similares, concebidos para tareas agrícolas y adaptados como aviones bomberos. Cargan entre 2.000 y 3.000 litros de agua, pero deben hacerlo en aeropuertos que no siempre están cerca de los incendios, y se llenan con mangueras, una tarea que puede llevar horas. En cambio los verdaderos aviones hidrantes son anfibios con capacidad para más de 6.000 litros; no necesitan aterrizar en un aeropuerto para abastecerse ya que lo hacen en espejos de agua, acuatizando y despegando sin detenerse y en pocos segundos, para volver al foco del incendio. El más popular de los hidrantes es el turbohélice Bombardier 415 (antiguamente de la compañía Canadair, basado en el exitoso modelo de hidroavión PBY Catalina). Como las vacunas contra el coronavirus, hay también un modelo ruso: el anfibio BE-200 Altair, un jet multipropósito con una versión hidrante de gran eficacia. 

Todo bien con el esfuerzo de personal y equipos para combatir el fuego. Supongo, además, que la estrategia es estudiada y obedece a una experiencia que no conocemos la mayoría de los mortales. Además de resaltar el trabajo heroico de los bomberos y de las fuerzas de seguridad afectadas a apagar los incendios, quiero volver sobre la necesidad de contar con aviones hidrantes anfibios, especialmente concebidos para este tipo de tareas. Los bosques y las explotaciones forestales de la provincia y de la Argentina se lo merecen. Contamos con muchísimos más espejos de agua que aeropuertos, lo que hace doblemente eficaz el trabajo de esos aparatos. Mejoraríamos la capacidad, pero sobre todo ganaríamos muchísimo tiempo, que en épocas de incendios se mide en millones por segundo.

Parece mejor idea que esperar a que llueva.

22 de noviembre de 2020

La curva


Cualquier escribano puede decirle que el protocolo es la colección ordenada de todas las escrituras matrices de cada año. Y cualquier experto en ceremonial le explicará que protocolo son las reglas establecidas para las ceremonias y actos oficiales. Pero los protocolos de las escribanías y de las embajadas no tienen nada que ver con el que ahora mencionamos a cada rato: la serie de procedimientos estrictos a los que nos tenemos que ajustar en cada minuto de nuestra vida desde marzo de 2020.

Coronavirus, pandemia, cuarentena, hisopado, barbijo, mascarilla, distancia, Zoom... están entre las palabras que se resignificaron este año. Covid-19, en cambio, es nueva y nació el 11 de febrero, cuando la Organización Mundial de la Salud la bautizó uniendo en inglés el inicio de las palabras corona, virus y disease. Corona y virus son palabras latinas (y castellanas) para designar a este virus por su forma coronada de puntitas y disease es enfermedad en inglés. El 19 es el año en el que apareció por primera vez en un mercado de la ciudad china de Wuhan. Por ser una enfermedad, en castellano deberíamos decirla en femenino; y por ser un sustantivo común deberíamos escribirla con minúsculas. La Real Academia Española aconseja escribirla toda con minúsculas (covid-19) o toda con mayúsculas (COVID-19), pero no Covid-19, porque no es un nombre propio; y aunque aconseja el género femenino no le importa si se ocupa el masculino.

Pero la palabra que me interesa resaltar esta vez es curva: esa línea que muchos miramos todos los días para saber cómo viene avanzando el virus... en el mundo, en un país determinado, en una provincia o en cualquier localidad. Sale de un eje de coordenadas en el que la horizontal es el tiempo y la vertical la cantidad de infectados y la curva resultante describe la tendencia del progreso de la enfermedad. Desde que empezó la pandemia hemos visto a los epidemiólogos preocupados por esa curva que no debería nunca cruzarse con la de la capacidad de las instalaciones sanitarias para atender todos los casos, especialmente los graves que requieren terapia intensiva y respiradores. Ocurrió durante la primera ola en Europa y especialmente en Italia y en España, que los agarró desprevenidos y la curva superó con creces la capacidad de atender esos casos. Fue cuando las autoridades sanitarias de esos países tuvieron que tomar las decisiones que nadie quiere tomar, porque no queda otra que elegir a quienes salvar y a quienes no.

Como dijeron los suecos, en respuesta a unas palabras no muy oportunas de nuestro presidente, a las cuentas del coronavirus hay que hacerlas al final de la pandemia. Y como no está todo dicho, tampoco yo aventuro ningún juicio acerca de cuál es la mejor o la peor estrategia. Solo digo que nuestra curva siempre estuvo por debajo de esa línea fatal que se perforó en algunos países de Europa y también en Nueva York y en Río de Janeiro.

La estrategia es aplanar la curva, pero como pasa con cualquier cosa que se aplana, también se estira. Estirar en el tiempo la cuarentena fue la consecuencia, digamos física, de mantener la curva lo más chata posible. Recién a mediados del mes pasado esa curva empezó a bajar su ritmo de crecimiento en la Argentina. Aunque ha subido en algunas provincias, no sabemos hasta cuándo y tampoco si habrá en nuestro país los rebrotes que hoy afectan a Europa y Estados Unidos.

Con la luz al final del túnel, hay que seguir pisando la curva hasta que llegue la vacuna. Mantener distancia entre nosotros, seguir usando barbijo que tape bien la nariz y la boca y lavarnos las manos a cada rato con jabón o con alcohol. Además hay que evitar las reuniones en lugares cerrados, toser y estornudar en el pliegue del codo y tocarnos lo menos posible la cara. Y los más grandes o vulnerables mejor que se queden en casa todo lo que puedan. 

Sería una tontería –y puede ser una catástrofe– si nos pasa lo mismo que cada vez que la selección argentina juega al fútbol contra la de Brasil: nos relajamos cuando faltan cinco minutos para que termine el partido y es cuando nos meten dos goles sin tiempo posible de reacción.

8 de noviembre de 2020

La medida de la pasión


Toda la historia de los primeros descubrimientos y la exploración del continente americano se explica por la necesidad de España y Portugal de largarse a conquistar el mundo, unos al oriente y otros al occidente de la línea que estableció el tratado de Tordesillas en 1494. Pero esa necesidad no se entiende cabalmente sin la sed de aventuras de españoles y portugueses y sin la nao, el gran invento portugués de fines del siglo XV que les permitió navegar a mar abierto. 

Sabían que la Tierra era una esfera, pero no conocían todavía sus dimensiones. Para Colón las Indias tenían que estar mucho más cerca y se las encontró en América porque no se imaginaba que estaban tan lejos. Fue la expedición de Magallanes y Elcano la que estableció las dimensiones reales del globo terráqueo pero también confirmó que el continente americano resultó un obstáculo inmenso para viajar desde España al Lago Español, como se conoció al Pacífico durante los 250 años en los que lo navegaron a sus anchas ya que toda la costa americana y las Filipinas eran españolas. 

Lo de Tordesillas y la bula Intercætera tiene su historia, pero lo que no se entiende es el apuro por dividir el mundo cuando nadie sabía realmente sus dimensiones. No tiene sentido haber puesto la línea divisoria afuera de la Península, de modo que España debía pasar necesariamente por aguas portuguesas para llegar a sus costas. Otra hubiera sido la geografía política de las Américas y de gran parte del mundo si se hubiera decidido esa partición después del viaje de Magallanes y Elcano o ya que estaba allí, la hubieran establecido en el mismísimo meridiano de Tordesillas.

Solemos llamar carabelas a las del primer viaje de Cristóbal Colón, pero la Santa María en la que viajaba el Gran Almirante, ya era una nao. La nao (navío) era un buque concebido para navegar sin remos, con timón articulado en la popa, castillos en proa y en popa y tres palos para velas cuadradas. Con una brújula, una esfera armilar y un reloj de arena se animaban a lo que sea. Y cuando Elcano terminó su vuelta al mundo pudieron acercarse con bastante precisión al tamaño real del planeta, corregir la esfera armilar y mapear los astros que lo rodean en toda su dimensión; y también pudieron establecer por dónde pasaba la línea de Tordesillas del otro lado del mundo. Con el tiempo los navíos se agrandaron y se armaron para la guerra, pero las naos de nuestros intrépidos navegantes solo servían para cargar toneladas de especias de las Molucas y volver a España o a Portugal.

Todo bien con las naos, pero no dejaban de ser unas cáscaras de nuez en las que viajaban amontonados y pasaban penurias incontables aquellos navegantes que se mareaban en tierra firme. Estos campeones no podían vivir sin hacerse a la mar, algo parecido a lo que nos pasa con cualquier actividad que nos apasiona. ¿A quién se le ocurre embutirse en un traje antiflama y encerrarse horas sin aire acondicionado en un auto a toda velocidad? ¿Por qué hay gente que no puede dejar de subir montañas y no para hasta poner su huella en la cima del Everest? Ni el Everest ni la velocidad los diferencian de Elcano y Magallanes, de un pescador afiebrado por sacar el dorado de su vida en el río Paraná o de un coleccionista de estampillas desesperado por conseguir una pieza que le falta.

Cualquier instrumento que usemos, por moderno que sea, pueden servir para dar la vuelta al mundo o para llegar hasta Marte. Pero lo que realmente logra los objetivos que nos proponemos no son los instrumentos sino la pasión que ponemos por conseguirlos. El tiempo debería medirse con un reloj que no marque las horas sino la intensidad, la pasión, de cada momento. No hay todavía –y supongo no habrá nunca– instrumental capaz de medir eso que nos lleva a conseguir los objetivos que nos proponemos. Solo podemos medir la pasión con una medida subjetiva, arbitraria, borrosa y tardía, pero es la única que vale, porque aunque fracasemos, estaremos felices de haberlo intentado.

1 de noviembre de 2020

El mal capitán

Juan Díaz de Solís fue el descubridor del Mar Dulce, que también se llamó Mar de Solís, pero esos nombres le duraron poco al Río de la Plata porque por más ancho que fuera no dejaba de ser un río. 

A la expedición de Solís la mandó Fernando el Católico en 1515 con el fin de buscar un paso al océano que le tocó casi completo a España en el reparto de Tordesillas. Y fue su nieto, Carlos I, el que envió a Fernando de Magallanes en 1519 tras el fracaso de Solís. Una tercera expedición –comandada por un desertor de la de Magallanes– fue a buscar el paso por el norte en 1524. Y cuando ya no quedaban dudas de que el único paso posible quedaba en el traste del mundo, el emperador mandó a estudiar la posibilidad de hacer un tajo en el istmo de Panamá. El decreto está fechado el 20 de febrero de 1534. Dicen que dijo el emperador de medio mundo que quien lo consiga sería el del mundo entero. El gobernador de Panamá recorrió el istmo en su parte más angosta, la de los lagos, y llegó a la conclusión de que ni todo el oro del mundo alcanzaba para esa obra y así se lo comunicó al emperador. El canal se inauguró en 1914.

En febrero de 1516, Solís, cinco soldados y un grumete andaluz que se llamaba Francisco del Puerto, bajaron a tierra en la costa uruguaya, cerca de la desembocadura del río Santa Lucía. Allí fueron muertos a flechazos, descuartizados, asados y comidos por los guaraníes, que dejaron vivo al grumete porque aquellos indígenas se comían a sus enemigos para quedarse con su fuerza y no para saciar el hambre.

Del Puerto vivió doce años entre los guaraníes, hasta que en 1527 lo encuentra la expedición de Sebastián Caboto haciendo aspavientos con sus brazos desde la costa. El grumete devenido en lenguaraz no se cansó de trabajarle los tímpanos a Caboto con las historias de sobremesa de los guaraníes que hablaban de un reino lleno de oro y plata al que se llegaba remontando el río. Caboto subió urgente por el Paraná y llegó por lo menos a los rápidos de Apipé, hasta que se convenció de que el Paraná no lo llevaba a donde querían ir, entonces volvió hasta Paso de la Patria para subir por el Paraguay. No encontraron nada, pero las historias de Francisco del Puerto siguieron alimentando la ambición de una expedición tras otra. A ellas les debemos tanta plata en nuestra toponimia y hasta el nombre de nuestra patria.

Decían sus propios marineros que Juan Díaz de Solís era un excelente navegante pero un pésimo capitán y su muerte absurda no es más que la comprobación de esa realidad. Lo mismo se decía de Fernando de Magallanes, el descubridor del estrecho que llamó de Todos los Santos porque fue el 1 de noviembre de 1520 el día que encontraron la conexión con el Pacífico. Los dos y otros tantos eran capaces de capear las peores tormentas sin inmutarse, pero incapaces de conseguir que sus subordinados les hicieran caso.

Los tripulantes de los cinco barcos de la flota de Magallanes eran por lo menos de diez nacionalidades distintas. Todos aventureros que no sabían vivir de otro modo, tanto que se salvaban de un naufragio y volvían a subirse a un barco al día siguiente. En cuanto salieron de Sevilla, en agosto de 1519, empezaron a cuestionar las órdenes del capitán por autoritario y caprichoso. El primer intento de motín lo conjuró Magallanes el 1 de abril de 1520 en la Patagonia, pero tuvo que ajusticiar a un par y dejar en una islita perdida a otro par. Juan Sebastián Elcano también conspiró y se salvó de milagro. Y por suerte, porque Magallanes murió por un error de mal capitán en las actuales Filipinas y sin Elcano esa expedición hubiera quedado zangoloteando por las dulzonas islas de las Especias en lugar de dar la vuelta al mundo por primera vez. 

Esteban Gómez lo traicionó aquel 1 de noviembre: cuando supieron que habían encontrado lo que buscaban, desertó con la nave más grande de la flota para adjudicarse el descubrimiento. Volvió a España, donde lo metieron preso, pero lo liberaron cuando llegó su amigo Elcano de la vuelta al mundo; fue entonces cuando el emperador le encarga buscar el paso por la costa de América del Norte, pero por esa ruta solo consiguió morirse de frío. Si sería testarudo don Gómez que en 1535 volvió al sur, esta vez con la expedición de Pedro Mendoza. Cuatro años después lo mataron los guaraníes en una playa del río Paraguay.

Ocurre en el fútbol, en la política y en cualquier empresa humana. El mejor jugador no tiene porque ser el mejor capitán, pero le damos ese cargo como un honor... y ese día perdemos al mejor jugador y tampoco tenemos capitán.