16 de agosto de 2020

No hay rey traidor

Espero que no me culpen ahora por haber compartido, hace años, un buen rato con don Juan Carlos de Borbón. Fue durante su primera visita oficial a la Argentina, en noviembre de 1978. Yo estudiaba en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y tenía clase de Procesal con Fernando de la Rúa el día que la UBA le entregaba el doctorado honoris causa. Ese día, en lugar de ir a clase –y de puro caradura– me presenté en el acto de investidura en el imponente salón de actos de la Facultad y en la recepción posterior en la estupenda sala de profesores. Allí me encontré con el director del Instituto de Cultura Hispánica, un buen amigo de mi padre que conocía la relación de don Juan Carlos con mi familia materna. Antes de presentarme a los reyes me dio algunas indicaciones: se les dice majestad, solo debés hablar cuando ellos te pregunten y a la reina no se la toca... Quizá por esta u otras advertencias, nadie se animaba a darles conversación, así que en cuanto nos presentaron me quedé charlando con ellos, contestando las preguntas del rey sobre mi abuelo y mis tías, a quienes conocía bien por haber pasado largos ratos –días enteros– en su casa cuando era cadete de la Academia Militar de Zaragoza de la que mi abuelo era director. Mientras hablábamos trajeron el libro de visitas para que escribiera algo el flamante doctor; don Juan Carlos firmó "El Rey" y doña Sofía "La Reina", como si fueran nuestros legítimos monarcas. 


Debió de impresionar mi confianza a las autoridades, tanto que se acercaron a pedirme si podía acompañar a los reyes a dar un paseo por el edificio: 

–Majestades, qué mejor que un estudiante para mostrarles la facultad...  se jugó el rector de la Universidad. 

Así que salimos desde la sala de profesores hacia el gran hall de las estatuas barrigonas de juristas argentinos, la que da a las vías del ferrocarril que llegan a Retiro. Mientras les contaba curiosidades del edificio o contestaba alguna pregunta sobre mi familia, se me ocurrió llevar a los reyes hasta mi clase, así que bajamos a las mazmorras del edificio a interrumpir a Fernando de la Rúa y el Derecho Procesal. Abrí la puerta y entré de sopetón; detrás venían los reyes, la plana mayor de la UBA y unos guardaespaldas desorientados. Entonces, además de profesor, de la Rúa era senador nacional, pero impedido de ejercer por el gobierno militar.

Ahora, ya rey jubilado, le ha tocado el destierro por bastante menos de lo que hizo cualquiera de sus antecesores, a pesar de lo mucho que le deben España y la democracia española. Es que los reyes ya no son lo que eran hace 200 años y ni siquiera hace 40. En los tiempos de nuestra independencia estábamos más preocupados por librarnos del despotismo monárquico que de España, que aquí llamaban la Metrópoli porque los de acá eran tan españoles como los de allá. Nos hamacábamos entre Napoléon y la Revolución Americana, y aunque Bolívar y algunos de nuestros próceres eran más napoleónicos, al final triunfó el sistema presidencialista norteamericano: una monarquía electiva y bastante absoluta, pero con fecha de vencimiento.

El artículo 56 de la Constitución Española establece que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Es fuerte, sobre todo por lo tajante, pero hay que tener en cuenta que no es muy distinto de nuestras inmunidades y que los reyes que reinan en las democracias europeas son símbolos patrios, como el escudo o la bandera, y quizá un poco más: son la Patria misma. Por eso, mientras haya monarquía, no hay rey traidor: son parte del pacto entre los ciudadanos y la Patria, que los sostiene como el mástil sostiene a la bandera. De paso le recuerdo que la bandera argentina desciende directamente de la Virgen María, pasando por Carlos III y parida por Manuel Belgrano.

Por cierto, tampoco hay rey traidor en las monarquías absolutas que todavía campan en el mundo como campan las democracias mentirosas, las repúblicas dinásticas, las tiranías familiares y las dictaduras vitalicias. Viviremos siempre intentando salvarnos de las pretensiones despóticas que aparecen como hongos en todos los niveles del poder. Está en el código genético de la humanidad, tanto que la historia no es otra cosa que el relato de la lucha por la libertad del pueblo llano frente esas pretensiones despóticas de sus malos gobernantes.