9 de agosto de 2020

Los árboles también dan pájaros


Antes de la pandemia del coronavirus almorcé varias veces en la casa de unos amigos en Paso de la Patria. Todavía se podían hacer reuniones sociales y familiares que –supongo sin saber nada– es la mejor vacuna de todas, la que refuerza el sistema inmune y espanta cualquier virus: abrazar a los hijos y a los nietos y compartir la mesa con los amigos.

La última vez que estuve allí comimos un cordero asado por manos expertas. Entonces volví a contemplar un espectáculo magnífico de aquel quincho generoso. Los dueños de casa inventaron un artilugio bien casero para compartir las sobras del asado con los pájaros que viven en los árboles de la zona. Me cuentan que, cuando ven movimiento en la casa, se empiezan a acercar y en cuanto les ponen comida en ese comedero, aparecen en parejas y por especies como en el arca de Noé: primero vienen los más chicos a comer chucherías y después los más grandes que corren a los chicos y se llevan los buenos pedazos, y al final, vuelven los chicos a limpiar las sobras. No le puedo describir las especies porque apenas distingo un pitogüé de un pirincho, pero recuerdo tordos amarillos, urracas azules, cardenales colorados y una inmensa variedad de aves que se acercaron a compartir con nosotros el cordero.

Pensaba entonces que, además de todos los beneficios de los árboles que nos faltan en Posadas, hay que agregar los pájaros. Ya sabemos que los árboles nos alargan la vida; que su sombra reduce la radiación del sol; que evitan el cáncer de piel; que facilitan el ejercicio; que bajan la temperatura y el gasto de energía; que mejoran la calidad del aire... bueno, además de todo eso y de muchas otras fortalezas, los árboles traen pájaros a la ciudad.

Los pájaros, pajarracos y pajaritos que habitan nuestras selvas están directamente relacionados con nuestros árboles (los pajarones, ya se sabe, son seres humanos bastante pavotes). Las aves tienen sus propios árboles que les dan cobijo y sustento y por eso es tan importante mantener el ecosistema de árboles y pájaros. Quiero decir que traemos eucaliptos de Australia y pinos de Carolina del Norte y por suerte no traemos los koalas ni las ardillas, pero nuestros monos y pica-paú tienen que adaptarse a plantas que nos son de aquí, o no se adaptan para nada. Ahí le erró don Carlos Thays, que era muy buen paisajista pero no tenía en cuenta a las cotorras parlanchinas ni a los loros barranqueros. El mismísimo Sarmiento, con todo el respeto que nos merece su amor por la naturaleza y su pasión por educar al soberano, se fregó en la convivencia de plantas y animales, seguramente porque en aquellos años nadie pensaba en eso.

Es difícil de ver porque se esconde en la vegetación, pero ahora nomás, cuando llegue la primavera, empezará el lamento del urutaú que pasa las noches en la copa de la grevillea nada autóctona de mi vecino. Al atardecer se instala en una rama seca y comienza su conversación nocturna con otro (u otra) que a veces dura toda la noche. ¿Hay en la Argentina algo comparable? Quizá el parloteo de los zorzales del viejo San Isidro, o la chicharra sorda de los coyuyos de Salta, que dicen que no es canto sino el revolotear ultrasónico de sus alas de celofán.

Ahí tiene otra ventaja –y no menor– de los árboles en la ciudad. Por eso tenemos que conseguir sombra y paisaje, selva urbana y sombra nativa en lugar de paseos de cemento, para que nuestros pájaros aniden tranquilos, coman felices y canten alegres desde el Mártires al Garupá. También los monos, que en esta época en que florecen los lapachos hacen equilibrio en las ramas más flacas para comer sus pimpollos como si fuera un festín de garotos en sus cajas de cartón.