17 de mayo de 2020
Lo malo es morirse solo
Recordaba el domingo pasado que bastante más de la mitad de los muertos por el coronavirus en España han muerto en geriátricos. Le refresco los números hasta ayer (que es cuando esto escribo): van 27.563 muertos por coronavirus, de los que 18.354 fallecieron en residencias de ancianos (el 66,5%). Números parecidos dan Italia, Francia, Alemania, Bélgica, Holanda y Gran Bretaña, países con pirámides de población bastante envejecidas gracias a que viven mucho y nacen pocos. Me preguntaba entonces: ¿vale la pena vivir tanto para pasar los últimos años en un geriátrico y morir solo? Es que lo malo no es morirse viejo; lo malo es morirse solo.
Pedía entonces y sigo pidiendo ahora que nos ocupemos de nuestros viejos. Y los llamo viejos y ancianos convencido de que no es una buena idea evitar los términos más castizos para referirnos a quienes han pasado la edad de jubilarse, han perdido la fortaleza de sus músculos o quizá la cordura de sus cerebros. Evitar decirles viejos es un modo de ignorarlos.
Las residencias de ancianos no son establecimientos de salud. Son actividades comerciales asimiladas a la industria de la hospitalidad, parecidas a un hotel o un club… y se inscriben como tales. A revés que los hospitales y sanatorios, donde la hotelería es secundaria, los geriátricos son primariamente hotelería y la salud es secundaria, y es lógico porque la vejez, igual que la infancia o los embarazos, no son enfermedades aunque necesiten algunas ayudas. Para los viejos hay fórmulas de todo tipo: urbanizaciones enteras, barrios cerrados, cadenas de hoteles para ancianos o veteranos de las fuerzas armadas, instituciones de caridad, residencias de día (como una guardería para niños), hogares de congregaciones religiosas como las Hermanitas de los Ancianos Desamparados o las Hijas de San Camilo…
Todo bien con las residencias de ancianos. Aunque las hay de todos los colores y algunas dejan mucho que desear, cubren una demanda que es la verdadera responsable de lo que pasó. Y lo que pasó es que el nuevo coronavirus entró en los geriátricos como el fuego en un pajonal seco: lo llevaron los mismos empleados, que andan por la calle y usan medios de transporte públicos. Basta con imaginarse qué pasa si uno solo de los empleados de un geriátrico llega con síntomas de coronavirus: no solo contagia a los ancianos sino que además obliga al personal a encuaretenarse en sus casas por dos semanas. La situación obligó a intervenir a la autoridad sanitaria española, que por verse desbordada en el pico de los contagios, debía elegir entre salvar a jóvenes o a viejos… y descartaba a los viejos.
Quizá con este panorama dejemos de quejarnos por la cuarentena prolongada. Es una ley de la física que cuando se achata una curva también se la alarga. En eso estamos: evitando los picos que nos pueden llevar a situaciones que nadie quiere, pero sobre todo protegiendo a nuestros ancianos, no de la muerte sino de la muerte solitaria.
También necesitamos de los adultos desde que nacemos hasta la mayoría de edad. Quizá por eso me pareció increíble una normativa española de estos días que prohibe hasta septiembre abrir establecimientos para niños de cero a seis años. Caí en la cuenta de que quizá la misma gente que abandona a sus ancianos en geriátricos, deja a sus hijos en guarderías ya antes de cumplir un año y hasta los seis. Los hijos, igual que los viejos, están para quererlos; no para dejar que los cuiden otros.
No se pierda lo más lindo de la vida por amarse a usted mismo. Por algo el Papa avisa a cada rato, con angustia, que nuestra sociedad civilizada está descartando a los ancianos y a los niños.