A causa de la pandemia del nuevo coronavirus ahora nos lavamos las manos hasta gastarlas, pero esa buena costumbre fue una novedad que trajo la gripe española hace justo 100 años. Alguien descubrió entonces que los virus de la gripe no se bancan el agua y el jabón y que entran en nuestro cuerpo por los ojos, la nariz o la boca, pero llegan hasta ahí mayoritariamente por las manos, cuando las llevamos a la cara después de haber tocado alguna superficie con virus, generalmente la mano de una persona contagiada que también se tocó la boca, la nariz o los ojos. Así que para bajar drásticamente los contagios basta con lavarse mucho las manos y tocarse poco la cara.
Tocarse la cara nunca fue de buena educación y ahora sabemos que tampoco es una buena idea. Cuando éramos chicos nos insistían en la necesidad de lavarnos las manos antes de comer y era costumbre ofrecer a los invitados el toilette para hacerlo; lógico dado que aunque no sea de buena educación meterse la mano en la boca, es inevitable tocar la comida cuando se come.
Aunque son inventos antiguos (sobre todo el cuchillo) los cubiertos se popularizaron en occidente durante el siglo XVI. En gran parte del medio y del extremo oriente se come con la mano o con palitos. Los occidentales también comíamos con la mano antes de que se popularizaran la cuchara y el tenedor. Bueno, resulta que todas las civilizaciones que comen con la mano solo ocupan para eso la derecha, y la izquierda queda para menesteres más sucios o innobles. Es buen dato para cuando le toque andar entre beduinos del desierto: ni se le ocurra comer con la izquierda porque puede enojar bastante a sus anfitriones.
Hace miles de años que los japoneses no andan adentro de sus casas con el mismo calzado que usan para andar por la calle. No solo los japoneses lo hacen: en muchos lugares del norte de Europa los zapatos quedan en la puerta y se entra en medias a la casa. Fíjese si será antiguo, que en el relato de la Última Cena de Jesús con los doce apóstoles se cuenta en detalle la costumbre de lavarse los pies al llegar de la calle: un rito que se sigue representando el Jueves Santo en las iglesias cristianas. Y ahora resulta que algunos dicen que llegó para quedarse eso de dejar los zapatos afuera o limpiarlos bien con lavandina antes de entrar a la casa...
Los japoneses también se saludan sin tocarse hace miles y miles de años. Apenas una reverencia y desde lejos, los varones con las manos a los costados del cuerpo y las mujeres las entrelazan adelante. La extraña costumbre argentina de toquetearse y darse besos entre desconocidos es bastante poco común en el resto del mundo. Cundió sobre todo en Buenos Aires y entre hombres en la década de los 90 y al principio la practicaban solo los funcionarios del gobierno de Carlos Saúl Menem, pero también hay que decir que las mujeres argentinas siempre se besaron al saludarse y también besan a los varones en el mismo momento en que los presentan: bueno, no lo haga en el resto del mundo porque no les va a gustar, como tampoco les gustará que ofrezca chupar la bombilla del mate después de usarla usted. Y hasta en la Argentina sigue siendo una pésima costumbre tomar agua del pico de las botellas, compartir con desconocidos platos, cubiertos, vasos, peines, toallas, ropa, sábanas...
Los shoppings de hoy son iguales a los mercados de la antigüedad, pero con aire acondicionado y calefacción; ahí se concentra la gente y también se contagia, pero recién ahora descubrimos que lo sano es el mercado al aire libre, como las ferias francas, que son exactamente iguales a como eran hace más de cuatro mil años. Y llamamos delivery a lo que hacía mi abuelita en 1930, cuando compraba por teléfono y le llevaban a su casa toda la provisión de la semana en los almacenes Spotorno de la avenida Santa Fe de Buenos Aires.
Ya se sabe que el hombre es el único animal que tropieza en la misma piedra, por eso me atrevo a asegurar que nada llega para quedarse: la historia enseña que volveremos a hacer las mismas estupideces todo el tiempo.
31 de mayo de 2020
24 de mayo de 2020
La nueva normalidad
Debo suponer que el gobernador de Buenos Aires no pensó lo que estaba diciendo cuando esta semana soltó que la normalidad no existe más. Seguro que quiso decir que ya no será la misma, porque la normalidad existirá siempre, igual que la anormalidad. Puede cambiar, eso sí, y lo que es normal hoy quizá deje de serlo mañana, y lo que es anormal ahora se puede volver normal la semana que viene.
Van algunas ocurrencias sobre esta nueva normalidad:
-Ya no habrá besitos menemistas. Confieso que los que más me molestaban son los que se daban los porteños entre hombres maduros; por ejemplo dos sindicalistas pesados cuando se encontraban en la puerta de la CGT; o dos policías barrigones al llegar a la comisaría 17ª.
-Dejaremos de tocarnos y saludaremos solo agitando la mano, como los bebitos.
-Cada uno con su mate: por fin nadie se quejará de la temperatura del agua, de la yerba, del remedio, de lo corta que quedó la cebada o porque lo saltearon en la ronda...
-Compraremos casi todo on-line, pero eso supone otras dos novedades: el pago por medios también on-line (ya existe en la Argentina) y la devolución de lo que no nos queda bien, de lo que no nos gusta o nos arrepentimos de comprar (estamos muy lejos todavía).
-Pueden terminarse los autoservicios, ya que eso de tocar la mercadería será mal visto por todos. El pago se hará sin tocar plata y se acabó la firma inútil de los tickets de las tarjetas.
-Los malls y los shoppings parecerán Chernobyl. Vuelven el antiguo mercado al aire libre que dio ágora a las ciudades y nombres a tiendas, plazas y bancos.
-Se terminarán los geriátricos tal como los conocemos, y quizá también las guarderías.
-Las casas deberán ser más grandes, para alojar a los niños y a los viejos. Es bastante más barato tener una casa un poquito más grande y que los abuelos se ocupen de los nietos cuando no están los padres, que pagar baby-sitter, la cuota del geriátrico, de la guardería y cantidad de estupideces que hacíamos hasta ahora para sentirnos independientes.
-Saldrá la AUP (Asignación Universal para Padres). Tenemos para los hijos, pero no para los padres que dependen de nosotros y que son tanto o más necesitados que los niños.
-No usaremos dentro de las casas el mismo calzado con que anduvimos por la calle.
-Habrá cada vez más descartables: vajilla, cubiertos, repasadores, toallas, botellas...
-Al banco no iremos nunca más. Ahora descubrimos que todo se podía hacer a distancia (esta semana me ofrecieron una cuenta y dos tarjetas sin firmar nada de nada).
-Estaremos más sanos. Los médicos son los héroes del momento, pero por estar concentrados en la pandemia y sus pacientes imposibilitados de salir, nos hemos enfermando mucho menos. Al final puede ser verdad eso que algunos sospechamos hace tiempo: lo que más enferma es ir al médico.
-En las iglesias se complican la comunión, el agua bendita y andar toqueteando y besando a la gente y a las estatuas.
-El fútbol puede dejar de ser un espectáculo y volver a ser un deporte de caballeros. Ganan los deportes en los que la gente no se toca, por eso son un problema los que se juegan en equipo y los que usan implementos que todos tocan: se puede jugar al tenis, pero hay que usar 400 tubos de pelotas por partido... El golf gana lejos entre los deportes del futuro.
-Las mascotas tendrán que adaptarse a las nuevas medidas: no puede ser que nosotros nos cuidemos y después andemos acariciando perros y gatos que quién sabe qué anduvieron haciendo por ahí.
17 de mayo de 2020
Lo malo es morirse solo
Recordaba el domingo pasado que bastante más de la mitad de los muertos por el coronavirus en España han muerto en geriátricos. Le refresco los números hasta ayer (que es cuando esto escribo): van 27.563 muertos por coronavirus, de los que 18.354 fallecieron en residencias de ancianos (el 66,5%). Números parecidos dan Italia, Francia, Alemania, Bélgica, Holanda y Gran Bretaña, países con pirámides de población bastante envejecidas gracias a que viven mucho y nacen pocos. Me preguntaba entonces: ¿vale la pena vivir tanto para pasar los últimos años en un geriátrico y morir solo? Es que lo malo no es morirse viejo; lo malo es morirse solo.
Pedía entonces y sigo pidiendo ahora que nos ocupemos de nuestros viejos. Y los llamo viejos y ancianos convencido de que no es una buena idea evitar los términos más castizos para referirnos a quienes han pasado la edad de jubilarse, han perdido la fortaleza de sus músculos o quizá la cordura de sus cerebros. Evitar decirles viejos es un modo de ignorarlos.
Las residencias de ancianos no son establecimientos de salud. Son actividades comerciales asimiladas a la industria de la hospitalidad, parecidas a un hotel o un club… y se inscriben como tales. A revés que los hospitales y sanatorios, donde la hotelería es secundaria, los geriátricos son primariamente hotelería y la salud es secundaria, y es lógico porque la vejez, igual que la infancia o los embarazos, no son enfermedades aunque necesiten algunas ayudas. Para los viejos hay fórmulas de todo tipo: urbanizaciones enteras, barrios cerrados, cadenas de hoteles para ancianos o veteranos de las fuerzas armadas, instituciones de caridad, residencias de día (como una guardería para niños), hogares de congregaciones religiosas como las Hermanitas de los Ancianos Desamparados o las Hijas de San Camilo…
Todo bien con las residencias de ancianos. Aunque las hay de todos los colores y algunas dejan mucho que desear, cubren una demanda que es la verdadera responsable de lo que pasó. Y lo que pasó es que el nuevo coronavirus entró en los geriátricos como el fuego en un pajonal seco: lo llevaron los mismos empleados, que andan por la calle y usan medios de transporte públicos. Basta con imaginarse qué pasa si uno solo de los empleados de un geriátrico llega con síntomas de coronavirus: no solo contagia a los ancianos sino que además obliga al personal a encuaretenarse en sus casas por dos semanas. La situación obligó a intervenir a la autoridad sanitaria española, que por verse desbordada en el pico de los contagios, debía elegir entre salvar a jóvenes o a viejos… y descartaba a los viejos.
Quizá con este panorama dejemos de quejarnos por la cuarentena prolongada. Es una ley de la física que cuando se achata una curva también se la alarga. En eso estamos: evitando los picos que nos pueden llevar a situaciones que nadie quiere, pero sobre todo protegiendo a nuestros ancianos, no de la muerte sino de la muerte solitaria.
También necesitamos de los adultos desde que nacemos hasta la mayoría de edad. Quizá por eso me pareció increíble una normativa española de estos días que prohibe hasta septiembre abrir establecimientos para niños de cero a seis años. Caí en la cuenta de que quizá la misma gente que abandona a sus ancianos en geriátricos, deja a sus hijos en guarderías ya antes de cumplir un año y hasta los seis. Los hijos, igual que los viejos, están para quererlos; no para dejar que los cuiden otros.
No se pierda lo más lindo de la vida por amarse a usted mismo. Por algo el Papa avisa a cada rato, con angustia, que nuestra sociedad civilizada está descartando a los ancianos y a los niños.
10 de mayo de 2020
Los viejitos
Vengo a denunciar la desaparición de los viejos. En su lugar se instalaron los adultos mayores, a quienes de vez en cuando les dicen abuelos aunque no tengan nietos (sería como decirle yacaré al carpincho). Ya nadie llama viejos a los viejos ni ancianos a los ancianos, como si fuera un insulto hablar en castellano o decir la verdad. No tiene nada de malo llegar a viejo; es al revés: una señal clara de buena suerte. Los manuales de estilo de los diarios discuten desde cuándo una persona es anciana, pero quienes no discuten son los epidemiólogos, que han situado en el grupo de riesgo del nuevo coronavirus a todos los que tienen más de 65. A esa edad se pueden tener canas, ser jubilado y hasta bisabuelo, pero le aseguro que de anciano no tenemos un pelo.
El pasado 23 de abril la Organización Mundial de la Salud dio el dato con dramatismo: más del 50% de las 110 mil muertes por Covid 19 que sumaba Europa ese día, habían ocurrido en geriátricos. A su vez reclamaba a las autoridades sanitarias mayor atención para las residencias de ancianos y para los viejos en general, a quienes llamó los grandes olvidados. Muchísimos de los viejitos de la Europa civilizada y democrática, viven en geriátricos, residencias, hogares… o como quiera llamarlos (es que también desaparecieron los asilos). Salvo en el caso de algunas congregaciones religiosas o entidades de bien público, cuidar a los viejos es una industria, un negocio para sus dueños y una fuente laboral para sus empleados.
Los ancianos que no viven con sus familias viven en esos geriátricos privados, que son un negocio respetable, necesario y floreciente, dada la demanda: la verdadera responsable de lo que pasa. Los hay de todo tamaño, tipo y color. En esas casas los viejitos son atendidos por profesionales de la salud y personal de servicio; unos y otros los cuidan –vamos a suponer que siempre muy bien y con inmenso cariño– pero antes y después hacen sus vidas: van y vuelven a sus casas en transporte público, salen de compras, interactúan con otras personas y, sin darse cuenta, buscan el virus y lo llevan al geriátrico, donde está concentrada la población de más riesgo de esta pandemia.
Pasó en todos los países donde la autoridad sanitaria –con toda la razón del mundo– obligó a encerrarse a los ciudadanos para achatar la curva de los contagios, también en la Argentina y especialmente en los barrios más ricos de Buenos Aires. De un día para el otro y sin tiempo de reacción, se quedaron cada uno en su casa y cientos de miles de ancianos en los geriátricos; juntos, pero cada uno más solo que un náufrago.
La pandemia ha desnudado –entre otras cosas– el egoísmo atómico de occidente y los ancianos han sido las primeras víctimas. Lo tremendo es que es un vicio de los países con mejor nivel de vida y también donde se vive más tiempo aunque así no valga la pena vivir. Les damos besitos a los hijos, amigos, colegas y vecinos pero descartamos a nuestros viejos en asilos. Tenemos lugar para guardar bajo techo vehículos de todo tipo y una inmensa cantidad de cosas inútiles y no tenemos una cama y una mesa de luz para nuestros viejos. Convivimos con perros y gatos pero despreciamos a nuestros propios padres. Desechamos por comodidad uno de los tesoros más valiosos de la vida familiar que es la relación entre abuelos y nietos.
Ya sé que puede haber casos difíciles o que requieran atención especial, pero así y todo deberíamos pensarlo más de cuatro veces. Abandonar a un viejo es tan grave como abandonar a un niño y sin embargo los dejamos en geriátricos que anestesian nuestra conciencia. Algo habrá que cambiar en las leyes, en la justicia, en la política sanitaria y previsional, en la arquitectura de las casas y en el sentimentalismo idiota de quienes, con los hechos, aman más a sus mascotas que a sus ancianos.
1 de mayo de 2020
El cisne negro
Estamos metidos en uno de esos torbellinos que hacen avanzar la historia a gran velocidad. Dentro de unos meses el mundo no será el mismo y nosotros tampoco. Hoy no es el mismo que hace apenas 60 días. Algunas tecnologías habrán muerto y otras nacerán. Lo que en febrero era negocio quizá no lo sea más en junio. Hace dos meses nos relacionábamos de una forma que dentro de otros dos meses nos parecerá de la época de Carlomagno.
No estábamos tirando fuegos artificiales por lo bien que nos iba y por tanto cualquiera de estos cambios será para mejor. Las crisis afilan el talento; tomamos decisiones que la prudencia jamás hubiera permitido en tiempos normales. Probamos lo improbable. Nos animamos a muchísimo más. Así funciona la audacia siempre. Por eso, la primera lección que tenemos que aprender es que es una tontería esperar a que las crisis nos expriman el talento. Con el tiempo el coronavirus habrá sido un cisne negro. Se llaman así a los hechos imprevistos que cambian el rumbo de la historia. La metáfora fue acuñada por el economista y matemático de origen libanés –y profesor en New York University– Nassim Taleb, y está basada en la rareza de los cisnes negros, pero sobre todo en una gran verdad que la historia no hace más que comprobar: por más que intentemos adelantarnos a los hechos con escenarios de todo tipo, siempre aparecerá un imprevisto que rompe todos los pronósticos; tenemos Plan A, Plan B y Plan C, hasta que aparece el cisne negro para dar por tierra hasta con el Plan Z.
Pero no hay que ser científico ni profesor en NYU para decir estas cosas tan obvias. La teoría del cisne negro explica mucho más: dice Taleb que la historia posterior termina acomodando su relato a los cisnes negros hasta parecernos natural y lógico lo que pasó. Y tan natural y lógico nos termina pareciendo que seguimos cometiendo el inmenso error de predecir el futuro basados en hechos del pasado. Ahí caen como moscas los políticos, los economistas, los estrategas, los consultores, los analistas… y los panelistas de ocasión que pululan omnipresentes en los canales de televisión, en las radios y en las columnas de los diarios, como esta.
Taleb nos dice que siempre, siempre, siempre, el futuro nos va a sorprender como nos sorprendió la pandemia en este 2020. Por eso hay que estar preparados de un modo mucho más borroso que preciso. No debemos disponernos para uno, tres o diez escenarios sino para enfrentar lo imprevisto. Entrenarnos en el cambio y sobre todo en la velocidad para adaptarnos al cambio. Abrir bien la cabeza. Leer a los clásicos. Ampliar horizontes. Volver a las fuentes. Basarnos en patrones seguros.
Ahora toca buscar cómo salir sin consecuencias graves del ojo del huracán. No va a ser fácil porque hay que encontrar el rumbo esquivando chapas voladoras, árboles sacados de cuajo, animales llevados por el viento, junto con plantas y pedazos de mampostería… pero saldremos porque si algo está claro, aunque sea del pasado, es que siempre salimos, con cara de velocidad y contando las bajas, pero salimos.
Sigamos el consejo de Taleb y no miremos el pasado para saber qué vendrá en el futuro inmediato. De esta vamos a salir mirando para adelante, estrujando el cerebro, afinando el talento… y trabajando, pero sobre todo animándonos a lo que venga, que ya le decía que estoy seguro de que va a ser mucho mejor, aunque no pueda usar ningún argumento del pasado para demostrarlo.
Y tenga en cuenta siempre que, por más raros que parezcan, los cisnes negros son plaga.
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