Me acordé una vez más del abogado colombiano cuando leía en los diarios que los argentinos estamos recortando nuestros gastos. Resulta que es por culpa de la crisis: el aumento del gas, la luz, el agua, los impuestos, el combustible, la carne... los precios que suben en ascensor y los sueldos que van por la escalera. El dinero no alcanza para todo lo que antes alcanzaba y no queda más remedio que achicar los gastos: apagar luces; el aire acondicionado a 24 grados; ahorrar gas; usar menos el auto y más el colectivo y las zapatillas; cambiar de marca; apretar hasta el final la pasta de dientes y pegar el jabón que se termina con el que se empieza...
Ante esas noticias se me ocurría una pregunta que no tiene nada que ver con la política: ¿los que ahorran son los ricos o los pobres?
Como no hay mal que por bien no venga me preguntaba si no será hora de que aprendamos a cuidar la plata, porque los argentinos nos ganamos –y bien ganada– fama de tiradores de manteca al techo y fuimos muchos años por el camino del pródigo, ese que no lleva a ningún sitio.
Para eso es necesario que cuidemos el mango como quien valora lo que tiene y seguros de que si cuidamos lo chico vamos a cuidar también lo grande. El que cuida su dinero exige bien terminado el trabajo que paga; no le da lo mismo si las cosas están bien hechas o si están más o menos; exige que le cobren lo justo aunque signifique pelear por el vuelto de dos pesos; cuida la ropa para que dure hasta tres generaciones; guarda los restos de comida para el día siguiente, cuando es hasta más rica, y aprende a hacer budín de pan, buñuelos de arroz, tortilla de fideos y croquetas de ayer... La ley más importante de la cocina es la de Lavoisier: nada se pierde, todo se transforma.
Al final hay que convencerse de que los que malgastan la plata no son ni ricos ni pobres: son estúpidos.