Hace ya unos cuantos años se me ocurrió poner un restaurante en Buenos Aires. No era uno cualquiera sino uno vasco ya que mi socio era Sergio, del puerto de Pasajes, en Guipúzcoa. Estuvimos a punto de alquilar una casa entera en un lugar que sabíamos que se iba a poner de moda para la gastronomía de la ciudad. No le voy a contar el concepto porque todavía tengo esperanzas de realizarlo algún día y no quiero que me lo soplen.
Todo empezó durante una conversación con unos amigos periodistas/fotógrafos, él y ella, que un buen día se fueron a vivir a Irurita, en el valle del Baztán (Navarra) y se pusieron a cocinar. Así nació la Taberna del Fotógrafo, a la que había que llegar después de atravesar valles y Pirineos, casi en el límite de con Francia. Cuando les pregunté a Xabier y Maika cómo habían terminado allí, me explicaron con una sola voz que eso de dar de comer se lleva adentro. Se llama hospitalidad y es una pasión como cualquier otra.
La hospitalidad como pasión te lleva a recibir y dar de comer a todo el que quiera presentarse. No lo hacen un día cada tantos, como cualquier mortal, sino todos los días de sus vidas y mientras Dios les dé salud. “Si no tienes la pasión de la hospitalidad ni se te ocurra poner un restaurante” me dijo muy seria Maika.
Se me repite como un pimiento la frase de Maika en la cabeza cada vez que me atienden mal en un restaurante, pero no solo en un restaurante. No importa que le falte experiencia a una mesera que recién empieza a trabajar: si tiene la pasión de la hospitalidad sabrá suplir la bisoñez con esa pasión. Y a la vez, no hay experiencia que valga cuando no está la pasión, y por más bien ubicado y ambientado que sea el restaurante, si no hay pasión por la hospitalidad no tendrá éxito nunca. Los restaurantes son buenos por las ganas de sus dueños de hacer pasar un rato agradable y dar de comer cosas ricas a sus clientes. Y como en todo negocio rentable, las ganancias son lo de menos.
Además de la gastronomía hoy se incluye en la industria de la hospitalidad a la hotelería, los parques temáticos, los cruceros, las ferias, los casamientos y otros eventos por el estilo; también los servicios de transporte porque los usuarios/clientes son sus huéspedes el rato más o menos largo que pasan adentro del avión, del bus, del tren o del taxi... Sin embargo la mayoría de ellos están bien lejos de sentirse ni siquiera cerca de la hospitalidad mínima que requieren su industria y su profesión. No trabajan para el cliente –que les importa un rábano– sino para ellos mismos, y si pueden estafarlo, lo estafan. Piensan que así ganarán más dinero y se equivocan lejos.
La ley de la Taberna del Fotógrafo se cumple como la de la gravedad: les va mal a los que se centran en ganar dinero en lugar de concentrarse en la esencia de su negocio; y los que ganan dinero son los que se ocupan del negocio y no de ganar dinero... Y si además responde a una pasión, es la fórmula de la felicidad para el huésped, pero sobre todo para el anfitrión.
30 de mayo de 2018
7 de mayo de 2018
Taxis
Taxis, taxis, lo que se dice taxis, solo en Buenos Aires. Me refiero al concepto universal de taxi, el de cualquier lugar del mundo donde se sale a la calle, se estira el brazo y para un automóvil como la gente que cobra por el viaje según lo que marque el taxímetro. La corrupción de esta idea en gran parte de la Argentina tiene su historia, bastante parecida a la corrupción de muchas otras ideas que sí funcionan en el mundo pero no entre nosotros.
Un día de hace por lo menos cien años, los argentinos trajimos de Francia la voiture de remise (literalmente coche de envío) un auto que podíamos alquilar y usar como si fuera propio y con chauffeur uniformado que venía en el paquete. Se llamaba a la agencia y aparecía un pedazo de bote con un capitán de navío al volante que estaba a disposición el tiempo que hiciera falta. A nadie se le ocurría ir a una fiesta manejando, pero por elegancia y no por el control de alcoholemia que impuso la hipersensibilidad de fines del siglo pasado.
La voiture de remise se convirtió pronto en remise a secas (remís para los amigos) y con el tiempo alguien los reguló. Con el crecimiento de las ciudades y el achicamiento de los autos pulularon las agencias de remises. Hace unos 60 años eran autos on demand, de buen tamaño y con choferes de traje, bastante educados en el arte de manejar y en el de conversar. Pero los remises se siguieron achicando y los choferes perdiendo su compostura, hasta que la única diferencia entre el taxi y el remís fue que uno se llamaba por teléfono y el otro se paraba en la calle. La diferencia se diluyó, hasta llegar al caso absurdo de Córdoba, donde los taxis son amarillos y los remises verdes.
Al final, el único taxi que quedó dando vueltas por la ciudad a la pesca del cliente que estira el brazo fue el de Buenos Aires. Los taxistas del interior, desde la General Paz hasta Iguazú, consiguieron los mejores lugares del centro de las ciudades para estacionar a la espera de los clientes que los tienen que ir a buscar. Para colmo se agruparon para conseguir espacios en las mejores calles, ocuparon los más valiosos lugares de estacionamiento, también las calles de servicio y las playas de estacionamiento de aeropuertos, supermercados, estaciones, terminales de ómnibus y cuanto lugar público pudieron atropellar.
No fue el único logro de las mafias de los taxis. También consiguieron que bajaran las exigencias de sus prestaciones hasta llegar a los vehículos más chiquitos y baratos del mercado, cosa de gastar lo menos posible y cobrar lo más posible. El último logro del taxismo argentino –en esto no están solos– es el monopolio. Ellos y solo ellos están autorizados a llevar pasajeros en sus catraminas destartaladas. Para colmo no podemos elegir: hay que subirse al viene aunque no te guste o no quepas en él. Aprendí hace años que los buenos taxistas tienen autos buenos y a propósito elijo el que creo que me conviene, pero a costa de provocar siempre una tremenda batahola, entre ellos y conmigo en el medio.
En Posadas casi no hay taxis donde quepa una persona de buen tamaño, que tenga aire acondicionado y un conductor educado que además sepa manejar. Hay que llamarlo y siempre te toca un Fiat Uno diminuto, que no tiene ni manija para bajar la ventanilla ni aire acondicionado. El taxista llega cuando quiere y a los llamados a la central para reclamar, invariablemente contestan con una respuesta que no quiere decir nada: está llegando.
3 de mayo de 2018
Colegio Nacional Nº 2
Terminé mi bachillerato en un colegio solo de varones en una época en que era lo más normal. No era privado ni exclusivo el Nacional Nº 2, Domingo Faustino Sarmiento de la calle Libertad, en Buenos Aires. Había colegios mixtos, públicos y privados, pero eran la excepción. Así que ahora imagínese las peleas que se organizaban en un colegio estatal de varones, con cuatro divisiones por curso y tres turnos por día. Aprendíamos todos a ser grandes en la escuela de la vida, a los golpes y a fuerza de tropezones, y el colegio no era más que otro escenario de nuestro aprendizaje, como el de todo el mundo.
En aquella época se decía te espero a la salida y bastaba. El motivo era lo de menos ya que pelear era un pasatiempo para ver quién manda en la manada, aunque sea por un rato. No existía entonces el bullying, ni el trastorno bipolar, ni el ADD, ni el TOC, ni otro invento del sentimentalismo desatado a finales de siglo. Había chupamedias, peleadores, tragas, fallutos, fanfarrones y los maricones no eran gays. Si cargábamos a alguno era porque se lo merecía. El que más sabía rara vez era el mejor compañero y los profesores eran tan permeables a los alcahuetes como ahora.
Una vez le di una trompada a uno de mi clase. Fue en un recreo y ni me acuerdo la razón. Sí me acuerdo que cayó al suelo tapándose la cara y se quedó como muerto. Hacía teatro futbolero, pero me pegué un buen susto porque fue adentro del colegio. Sabía que no lo había lastimado, pero bastaba con que dilatara su permanencia en el suelo para que lo viera un celador y yo no andaba bien de amonestaciones.
Todo eso ocurría cuando no existía el escudo protector de unos padres culposos. Los nuestros no iban nunca al colegio, ni siquiera el día que nos daban el diploma: cuando aparecía el aviso en el transparente había que ir a buscarlo a secretaría. No había fiesta de fin de año, ni viaje de egresados, ni acto solemne, ni nada, nunca. Tampoco feriados bobos, ni día del estudiante, ni estudiantinas, ni medallas para todo el mundo. El último día de clase era el último día de noviembre y si te he visto no me acuerdo. Después venían los exámenes en los que estábamos igual de solos que el resto del año.
Resulta que hoy cualquier pelea de colegiales es un drama, mucho más por la viralización de sus imágenes filmadas que por la pelea en sí. Lo que antes quedaba entre cuatro involucrados hoy parece el desembarco en Normandía. Para colmo le encontramos justificación a lo que sea con tal de mantener a rajatabla la inocencia mentirosa de los chicos. Nos creemos escandinavos, que tampoco tienen un pelo de inocentes, y castramos la libertad de aprender a los golpes, que es como mejor se aprende en todo el mundo.
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