7 de agosto de 2017

Solo Venezuela salva a Venezuela


Por la historia viajan los países como si fueran vehículos en una autopista. Por ahí van autos más chicos y más grandes, más rápidos y más lentos, chatas desvencijadas, camiones pesados, motos, ómnibus… de todo y cada uno a su aire. Unos van más o menos derecho, por el medio, por la derecha o por la izquierda; otros van por la banquina y hasta alguno espera parado que lo vengan a auxiliar. También están los que van en zigzag, de un lado para el otro, haciendo slalom como esquiando o a los tumbos. Los que antes iban derechito y a buena velocidad de repente pinchan una rueda y entran a dar viracambotas. Y los que antes se hacían los tuercas, en un momento se vuelven choferes de coche fúnebre. Aunque los podemos espiar si nos ponemos a la par, en la autopista no nos preocupa lo que pasa adentro de los otros vehículos: cada uno es libre de ir como se le de la gana... hasta que choca o se pone de contramano y se vuelve un peligro para el resto.

Hoy seguimos con cuidado las maniobras de una limusina bastante grande que va por la autopista a los ponchazos. Hace rato que adentro del auto se vienen peleando duro los pasajeros. Parece que los del asiento de atrás están un poco rebeldes porque quieren ir para otro lado; el conductor, sin soltar el volante les propina manotazos para ver si los puede poner en caja, pero consigue todo lo contrario. Miramos preocupados porque en cualquier momento se pegan un palo contra el muro de hormigón de la izquierda, justo por donde van los que viajan más rápido.

Cada auto, igual que cada casa y, por supuesto, cada país, debe arreglar sus problemas sin injerencia exterior. Hasta que la situación se pone densa y amenaza con complicarle la vida a los que están afuera o los de adentro piden auxilio; o aunque no lo pidan decidimos que hay que intervenir para evitar males mayores para ellos mismos. El problema es que el límite de la intervención es tan borroso que nunca dejará contentos a todos entre otras cosas por la ley del comedido, que siempre sale mal. Y para colmo resulta que las cosas arregladas desde afuera nunca duran mucho.

Miramos asombrados y desde afuera cómo Nicolás Maduro legaliza con una constitución a medida su propia dictadura fregándose en unos derechos que no tiene. También se fregó en las mayorías porque tampoco las tiene para ganar una elección en buena ley.

Ahora el gran desafío de Venezuela es arreglárselas solos, porque cualquier intervención exterior, hasta del Papa Francisco, puede ser fatal para el futuro de la democracia venezolana. Nada legitima más a los ilegítimos que los enemigos de afuera (ahí esta Cuba, que todavía alimenta su revolución ya rancia con el odio a los gringos) Como en cualquier discusión, cuando intervienen los de afuera se pierde la legitimidad de los actos y todo puede volverse para atrás porque los que pierden legitimidad, necesitan recuperarla a cualquier costo. Por eso rige más que nunca el sabio principio del no te metas que en lenguaje diplomático se llama de no injerencia en los asuntos internos de los estados soberanos.

Pero la discreción es otro principio elemental de la diplomacia, tanto que solo se conocen las gestiones que tienen éxito y nunca nos enteraremos de los esfuerzos por arreglar las cosas que no se arreglan (o por desarreglar las que no se desarreglan). Otros se saldrán de la vaina por contarlos, pero los diplomáticos –y mucho más los de la Santa Sede– saben guardar silencio hasta la tumba. Además tienen por norma morderse la lengua si es otro el que consigue coronar una gestión iniciada por ellos: saben que lo importante es el éxito y no el crédito de las gestiones.

Hagan lo que hagan el resto de los países a favor y en contra del régimen que gobierna en Venezuela, a Nicolás Maduro y a sus amigos los fortalece que el resto del mundo los sancione, que el Papa se les enoje, que Macri les retire las condecoraciones, que Avianca deje de volar a Caracas, que Trump les congele las cuentas, les anule las visas a los bolivarianos y hasta deje de comprarle petróleo a Venezuela. Una macana porque casi todas las consecuencias de las medidas que tomen los gobiernos desde afuera harán sufrir más al pueblo venezolano.

Todavía no sé si es por la mezquina oportunidad de ser rebelde o por la altruista ocasión de defender la libertad de los venezolanos, que tengo unas ganas locas de agenciarme un casco de moto y una máscara antigás para sumarme a la desobediencia civil en las calles de Caracas o de cualquier otra ciudad de Venezuela. Hoy es hoy y es cuando ellos están a punto de cambiar la historia de Venezuela con la fórmula con que Mahatma Gandhi cambió la de la India: ojalá tengan la paciencia de los indios para que les vaya tan bien como a ellos y se vuelvan una democracia adulta (para no decir madura) como la de la India. Todos lo necesitamos, pero sobre todos los americanos del sur.

6 de agosto de 2017

En tren al pasado


Inauguraron por fin el tren a Mar del Plata. Sale de Constitución y el viaje tarda casi siete horas. La noticia podría ser de hace 150 años pero no, es de esta misma semana, la primera de julio de 2017. Le aviso que hace 60 años, ir a Mar del Plata en tren tomaba cinco horas y así fue hasta que un día amargo de nuestra historia un presidente y su ministro de economía decidieron que los ferrocarriles no son una inversión sino un negocio y como no son un negocio desamortizamos en dos patadas una inversión de 150 años: quedaron abandonados miles y miles de kilómetros de vías con sus sistemas de señales, estaciones, talleres, silos, puentes, terraplenes, barreras... que habían civilizado la geografía argentina entre 1850 y 1990. Bueno, algunos trenes sobrevivieron, pero porque los subsidios eran negocio para los degenerados que los explotaron fregándose en los usuarios, y para los señores feudales de los dos sindicatos que se quedaron con varios de esos negocios subsidiados y hasta con antiguos talleres para construir shoppings y clubes privados.

El pasaje de primera clase a Mar del Plata sale 200 pesos de lunes a jueves y 450 de viernes a domingos. Todo bien y no es tan caro, pero a pesar de su nombre la primera clase es la última. La primera de verdad se llama pullman y es más cara, porque ya se sabe que hay un mundo mejor cuando hay más plata. El tren tiene bar y comedor y está nuevecito, recién traído de la China. Lo que se pregunta todo el mundo es porqué un tren cero kilómetro, con vías, balasto y durmientes nuevos, es más lento que hace 60 años. Le explico:

Después de unas dosis de corrupción, en el segundo intento consiguieron durmientes que no se doblan y vías en condiciones para los nuevos trenes, que no son de alta velocidad aunque podrían llegar a Mar del Plata en poco menos de tres horas. Renovaron todo, pero no cambiaron la traza que hace 155 años une Mar del Plata con Buenos Aires (y conste que solo había que elevarla un poco en algunos tramos). Hoy hay 300 veces más autos que hace 60 años y hace 155 solo cruzaba las vías algún carro tirado por caballos y tres gauchos sureños de vez en cuando. El trayecto actual tiene 114 pasos a nivel que obligan al maquinista a reducir la velocidad por si algún distraído cruza wasapeando desde su celular. Además el tren para en doce estaciones, cosa muy cómoda porque usted puede subirse en Chascomús y bajarse en Viboratá.

Está buenísimo que haya vuelto el tren a Mar del Plata, pero no me diga que no es para llorar. A estas alturas tendríamos que estar viajando desde Posadas a Mar del Plata en siete horas, en trenes que surcan unas vías casi sin curvas ni cuestas empinadas a 300 kilómetros por hora. Es increíble como aún haciendo esfuerzos para llegar al futuro, los argentinos conseguimos volver al pasado…

Pero si la historia de los trenes es para llorar, la del metrobús da escalofríos. Metrobús se llama a los carriles exclusivos para colectivos que se van extendiendo por toda la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores. Resulta que hace 55 años había un metrobús que se llamaba tranvía, solo que era eléctrico y rodaba sobre rieles con sus ruedas de acero como las del ferrocarril. Es decir que no contaminaba nada. Ahora resulta que estamos descubriendo la pólvora con unas líneas de asfalto en las que unos armatostes a gasoil queman cubiertas y nos fumigan con el humo de su combustible fósil. Hace 55 años nos vendieron la jubilación de los tranvías como un progreso y resulta que fue un regreso a la era de las cavernas: pasamos de viajar en simpáticos vagones que ni ruido hacían a embutirnos en unos camiones inhumanos que andan por la ciudad corriendo carreras, acelerando y frenando como energúmenos. Aquello también fue una batalla de sindicatos y como siempre perdió la gente. Para colmo señalamos al colectivo como uno de los grandes inventos argentinos, que por suerte ahora tiende a desaparecer entre los carriles del metrobús y las carrocerías de autobuses como la gente que existían en el mundo bastante antes que el colectivo.