Éramos adolescentes cuando a Félix lo operaron del corazón. Tal como lo entendí entonces, tenía un agujero de nacimiento entre dos compartimientos y eso le daba un trabajo suplementario al músculo, como para cansarse más de la cuenta. Sabíamos y sabía él que si no lo operaban se moría, así que un día la cosa se puso urgente y nos organizamos los amigos para dar la sangre que necesitaba para una operación a corazón abierto en la que le pondrían el parche en ese agujero. Fue en el sanatorio Güemes y me acuerdo que esa mañana fuimos cuatro juntos: los otros tres se desmayaron después de dar sangre en el hall súper transitado del sanatorio y yo no estaba para ayudar a nadie, así que me senté a esperar. Lo curioso es que la gente pasaba sin darle la más mínima importancia a tres adolescentes desparramados en el piso del hall de entrada del Güemes.
Un día de 1982 naufragamos en el delta del Paraná. Acababa de terminar la guerra de las Malvinas y el que nos rescató fue el almirante Anaya que navegaba en el yate del comandante de la Armada, seguido de cerca por uno de custodia de la Prefectura. En la cubierta de ese barco tuvimos una conversación algo áspera sobre la heroicidad y la valentía, mientras Félix me hacía gestos para que me callara. El almirante decía que después del hundimiento del crucero General Belgrano mandó guardar la flota y yo sostenía que estaría más orgullosa en el fondo del mar, después de haber peleado con coraje por la recuperación de las islas. Es un principio elemental de la estrategia no dar la pelea que no se puede ganar, pero una vez empezada hay que hacer todo lo posible por ganarla, o perderla con dignidad: esconderse es pura cobardía. Parecía una barbaridad, pero 35 años después de la guerra la flota sigue inutilizada y arrumbada en el mismo puerto al que Anaya la hizo volver para no perderla en la batalla.
Félix era un grande y también era bastante grandote. Además jugaba bien al golf, un poco encorvado por su estatura, pero le pegaba lejos y derecho. Vivía entre Dallas y la ciudad argentina de Mendoza y no paraba de inventar empresas de servicios informáticos. Un buen día se casó y un mal día se quedó viudo con tres hijos. No se volvió a casar porque no le dio el tiempo: su nuevo amor llegó casi junto con el cáncer asesino que le ganó la partida al corazón. Ella lo cuidó hasta el último día.
Hace un par de años decía Félix que cada día que pasa morimos un poco. Yo le contestaba que es al revés: cada nuevo día es un día de vida que hay que disfrutar y aprovechar al máximo, pero no logré convencerlo porque también tenía razón al decir que cada nuevo día nos acerca más a la muerte. Todo depende de cómo se lo mire, pero tengo claro que después de la muerte de su mujer, Félix pensaba sin tristezas y con bastante mística que cada día podía ser el último de su vida.
Ahora que lo pienso, creo que la diferencia está en que Félix creía que morir nos da la oportunidad de terminar lo que empezamos. Morir es completar la vida como quien termina un viaje. Cuando morimos no es que nos vamos sino que llegamos; no empieza sino que termina el viaje y lo que viene más allá es cuestión de fe y es vida definitiva, pero de viaje no tiene nada. La muerte es tan parte de la vida como nacer y un día tendremos que enfrentarnos con ese momento esencial como quien se encuentra con una amiga, con una extraña o con una enemiga. O con una hermana, como la llamaba Francisco de Asís. O con la novia, como canta la Legión Extranjera española.