19 de febrero de 2017
Trump y los Pilgrim Fathers
El inexorable fin del poder político es la lección implícita de El otoño del patriarca, la novela sin puntos de Gabriel García Márquez. Mire por dónde las expresiones “no hay mal que dure cien años” y “gobierno de turno” se conjugan perfectamente. Por más longevos que sean los que nos gobiernan, llegará sin remedio el momento de dejar el poder, aunque sea con los pies para adelante, que al fin y al cabo es un modo de dejarlo... Aunque se sucedan las reelecciones y los cargos vitalicios, la salud o la paciencia tienen sus límites y por muchos años que sean nunca serán ni 50, que no son nada comparado con la historia de un país.
Y las naciones tienen una identidad que supera el tiempo, pero sobre todo supera los gobiernos circunstanciales que se turnan en el poder. Será por eso Gran Bretaña ha decidido volver a ser una isla, cosa que está en el mismo código genético del Reino Unido. Los británicos son isleños y se portan como lo que son; su permanencia en una organización continental fue siempre a contrapelo y así terminó. El Reino Unido no duró ni 50 años en la Unión Europea y 50 años tampoco es nada en la vida del Reino Unido.
Estados Unidos no es Gran Bretaña, ni Mongolia, y tampoco es Suiza. Quiero decir que Estados Unidos no es una isla, ni un país aislado por sus vecinos y tampoco es un país endogámico, o neutral, prescindente de lo que pasa del otro lado de la frontera. Lógicamente Estados Unidos es Estados Unidos y tiene su propio código genético en el que está incluida su esencia democrática y de inmigrantes desde que los Pilgrim Fathers desembarcaron del Mayflower en Massachusetts en 1620. Los Padres Peregrinos o Fundadores escapaban del autoritarismo de Jacobo I, que no los dejaba practicar libremente su religión. Ellos trajeron al continente el embrión de la revolución que declaró la independencia en 1776. La Revolución norteamericana anticipó la Revolución francesa de 1789 y las de todas las colonias de la América española en las primeras décadas del siglo XIX.
Estados Unidos es un país genéticamente abierto, en el que conviven democráticamente diversos pensamientos. Entienden que la expresión más cabal de la democracia es esa convivencia y no la posibilidad de elegir a los gobernantes cada cuatro años. No fue fácil en su historia conjugar el puritanismo teocéntrico y la libertad de pensamiento de los Pilgrim Fathers pero siempre se impuso ese código genético de libertad dentro de la ley. Todo parece indicar que la llegada de Trump al poder los ha puesto de nuevo en otra de esas encrucijadas de la historia, como en la época de la esclavitud, de la segregación racial o de la ley seca.
Ahora hay que esperar a que se active el código genético de los Pilgrim Fathers.
13 de febrero de 2017
Ruinas presas
La ciudad de San Isidro, en la provincia de Buenos Aires, tiene más de 300 años y aunque hoy está integrada en el llamado Gran Buenos Aires, en tiempos de su fundación era un pueblo de campo como otro cualquiera. Allí tuvieron sus estancias los Pueyrredón y los Márquez y entre las dos se fundó el pueblo que hoy es ciudad y suburbio en la rivera del Río de la Plata, unos 20 kilómetros al norte del centro de Buenos Aires.
Como estaba en el litoral fluvial, San Isidro siempre tuvo puerto, tanto que era más fácil llegar en barco que en carreta, igual que a todos los pueblos litorales la Mesopotamia en tiempos en que los caminos y los medios de transporte eran bastante complicados, sobre todo por los bajos y las crecidas de ríos y arroyos que desembocan en el Paraná y el Uruguay.
El puerto fue creciendo con el pueblo y la ciudad. Hace 50 años tenía gran actividad comercial, buenos muelles de hormigón y grandes compañías areneras que explotaban con dragas la arena y el canto rodado de los lechos de nuestros ríos. Pero con los años la navegación deportiva le fue ganando a la comercial y yates y barquitos se empezaron a entrometer entre las chatas desvencijadas varadas en el fondo del río. Así que el viejo puerto se convirtió en un caos de restos de naufragios, areneras abandonadas y barquitos okupas que nadie controlaba.
Esta semana el gobierno de la provincia de Buenos Aires le transfirió el control y la propiedad de ese puerto al municipio de San Isidro. Y el municipio de San Isidro promete hacer ahora en el antiguo puerto un gran parque ribereño que ocupe las viejas dársenas y sus muelles y parquizar donde había galpones.
¿A qué vendrá toda esta historia?
Las antiguas misiones jesuíticas que jalonan el territorio de la provincia de Misiones y le dan su nombre pertenecen a la Secretaría de Cultura de la Nación y en la provincia que reclama su identidad no hay una sola repartición que se ocupe de cuidarlas.
Y para muestra bastan las ruinas de la Candelaria, que están bajo la custodia del Servicio Penitenciario Federal...
3 de febrero de 2017
El perro de Donald Trump
Debía tener nueve o diez años cuando me mordió el perro del vecino. Yo era bastante chico y el perro bastante grande. No cuento más detalles porque prefiero no recordarlos, solo que para lavar su conciencia los dueños del perro sostuvieron que me mordió porque se dio cuenta de que yo le tenía miedo. Desde entonces aprendí que a los perros hay que mostrarles quién manda de una: tiene su vértigo pero es muy eficaz. Hay que ser convincente porque no sirve el teatro de valiente: se dan cuenta a cien metros del susto que uno lleva encima.
Donald Trump tiene bastante de perro. El tipo te muestra los dientes y si le tenés miedo te muerde. No lo digo yo, lo dice él mismo y se sabe que es uno de los principios de sus negocios: si te achicás te aplasta y si te agrandás negocia. Así funcionan muchas veces los negocios en los Estados Unidos, en la China y en el mundo.
No solo fue atacado México con la estupidez del muro, también se metió con los limones argentinos y parece que le molesta casi todo lo que importa Estados Unidos porque quiere proteger el trabajo y las industrias de los estadounidenses. Es decir que no va a dejar entrar inmigrantes de México ni del Ecuador, que son los que cosechan los limones de California, los que ajustan las tuercas de los autos en Detroit, los que se suben a los andamios en Nueva York y los que meten las hamburguesa en los pebetes de McDonald’s.
Con un gruñido, como hubiera hecho su perro, de un carpetazo Trump borró el español de los sitios oficiales de Estados Unidos: otra imbecilidad autoritaria. México y el español están tan metidos en la historia y la cultura de ese país que 9 de los 50 estados tienen nombre español; cientos de ciudades y pueblos también. Siempre ha fracasado eso de imponer los idiomas o las palabras desde el poder y bastaría con leer 1984 de George Orwell para saberlo y, también, debería saber que nada hay tan democrático como las lenguas vivas porque las votamos hablando todos los días.
Parece que el perro de Trump quisiera imponer a los blanquitos sobre los demás integrantes del pueblo norteamericano. Se olvida que los blanquitos son los que al bajarse de los barcos le hicieron asco a los que ya estaban en América hace siete millones de años y se enquistaron en un continente que no era de ellos. Mientras los más oscuritos de Castilla y Portugal prefirieron amar lo que se encontraron y procrearon a los nuevos americanitos que somos los mal llamados latinos que ocupamos el resto del continente americano y la mitad de los Estados Unidos.
Tenemos que explicarle al perro de Trump que llegó tarde. No va a lograr imponer el idioma de los blanquitos, pero tampoco va a evitar con su muralla china que entremos los mestizos en un sitio que siempre fue americano. La misma larga estupidez con forma de muro es una prueba de que no tiene argumentos para impedirlo ¿Desde cuándo los muros detuvieron a la gente? Todavía quedan pedazos del de Berlín para recordar la imbecilidad de intentar parar las mareas humanas con barreras artificiales. Y desparramados como el mapa del cuento de Borges quedan por el mundo y para nuestra vergüenza ruinas de variadas murallas, zanjas y cortinas de acero.
Perro que ladra no muerde y sólo en las películas los asesinos les avisan a sus víctimas que las van a matar. Por eso me aventuro a adelantar que como los ladridos de su perro, estos gestos de Trump son una prueba de su debilidad y de sus complejos. La autoridad entre los humanos ya no es la del macho alfa de la jauría. No es cuestión de tamaño, ni de gruñidos sino de inteligencia y ejemplo. El perro de Trump tiene fuerza y mea más lejos que los otros de la manada, pero basta con agacharse a levantar una piedra para que se vaya al mazo con el rabo entre las patas.
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