Nunca almorcé ni cené con Umberto Eco, pero eso no quiere decir que no lo haya soñado una y mil veces. Soñado despierto digo, que son los sueños que valen de verdad. Desde que Benjamín, un amigo de la adolescencia, me contara sus panzadas de tortellini con Eco en Bolonia, yo soñaba con hacerlo alguna vez. Y hasta soñé con estudiar en el DAMS: Discipline delle Arti della Musica e dello Spettacolo, donde era profesor don Umberto. El 19 de febrero, cuando Eco nos dejó, Benjamín me mandó un mensaje en el que despertaba esos sueños de estudiante, imposibles hace rato. Recordaba que en los años 90 se fue a vivir a Bolonia por motivos, digamos conyugales. Entonces aprovechó para estudiar semiótica con el Divino Umberto, como lo llamábamos los que nos habíamos metido en los vericuetos de esa ciencia y tratábamos de entender el Cuaderno de Tapas Azules de Ludwig Wittgenstein y la concepción trágica del signo de Charles Sanders Peirce (a esas alturas Ferdinand de Saussure era una bicoca).
Pero quedaba un sueño, que no es de estudiante y que ahora ya es también imposible.
Hace dos años y medio estuvimos cuatro amigos unos días en Bolonia. Ninguno de nosotros conocía la capital de la Emilia Romagna, ni la universidad más antigua del mundo, ni los tortellini… Nos metimos sigilosos en el Palacio de Accursio, subimos por su escalera rampante y nos perdimos en los salones que hoy sirven a la comuna de la ciudad. Con menos sigilo entramos en la basílica de San Petronio y con tremenda curiosidad subimos a la torre degli Asinelli, la más alta y la única que mantiene más o menos la vertical en la ciudad de las torres: en la Edad Media los señores competían a ver quién tenía la torre más larga, perdón, más alta (el poder siempre tuvo una connotación genital). También entramos por las puertas abiertas de algunas facultades y hasta vimos los agujeros que hizo Copérnico en la torre del rectorado para probar, antes que Galileo, con un péndulo pero nunca supe cómo, la rotación de la Tierra y su traslación alrededor del Sol.
Pero si algo vale la pena en esta ciudad de Italia es tomarse sin apuros un negroni en uno de los pórticos de la Plaza Mayor, viendo la gente pasar frente a San Petronio. Y, por supuesto, los tortellini de Tamburini, la fonda donde hacen los mejores de Bolonia y donde Eco y sus alumnos –entre ellos Benjamín– pasaban largas horas atiborrándose de buenas pastas y vino lambrusco. Una noche cenamos en un restaurante de la vía Altabella. Comimos rico y confraternizamos con la mesa de al lado: era un grupo de profesores de la Facultad de Medicina invitados por su decano que pensaban que nosotros éramos profesores extranjeros disfrutando de la buena mesa de toda ciudad universitaria.
Es que si hay algo que atrae en estas universidades de inmersión total es la belleza sumada a la juventud eterna. Lo explico, pero primero tengo que advertir que a cierta edad belleza y juventud son casi lo mismo: resulta que si hay algo que no cambia en la universidad es la edad de los estudiantes y ocurre en Bolonia desde el año 1088. Eso provoca que los profesores, que sí crecen, mantengan una juventud magnífica. La otra característica esencial en estas ciudades en que alumnos y profesores son estudiantes es la buena cocina de sus excelentes restaurantes. Será por eso de la juventud que los profesores, científicos o investigadores nunca son bien pagados, pero como son gente culta y viajada, si hay algo de lo que disfrutan es de la buena mesa y de conversar hasta morir.
Volvimos a soñar con un almuerzo o una cena con Umberto Eco después de Número cero, su último libro, ambientado en la redacción de un diario que nunca sale. Sabíamos que valía la pena viajar a Bolonia o a Milán solo para eso, pero ni a través de Benjamín y sus contactos lo pudimos encontrar. Por eso el sueño quedó incumplido, pero eso no quita que algún día vuelva a Bolonia a comer tortellini con vino lambrusco en honor del Divino Umberto.