9 de marzo de 2016
Montañita
Cuando un argentino pregunta por las playas del Ecuador invariablemente hay que explicar que las suelen estar pobladas de animales y, salvo en los grandes balnearios, hay poca gente comparado con lo que estamos acostumbrados al viento y la arena de las infinitas playas del Atlántico Sur. Las playas del Pacífico ecuatoriano están repletas de cangrejos que abren camino y lo cierran detrás mientras miran con ojitos de antena al intruso. Hay millones de cangrejos más chicos en la arena y más grandes en los manglares, donde andan entre el agua o trepados a los mangles, esos árboles que viven entre la tierra y el mar. Algunos cangrejos son grandes como una pelota de fútbol desinflada y los venden apilados con gomitas en las pinzas para que no anden pellizcando al que los quiere meter en la cacerola.
Los cangrejos comen animalitos más chicos, que también abundan en las playas. A su vez ellos y sus presas son pescados por miles y miles de pájaros que se los comen vivos: gaviotas, fragatas, piqueros, pelícanos… y un ostrero de pico colorado que escarba en la arena hasta alcanzar las almejas, se las lleva a volar y las tira desde la altura contra una piedra para reventarla y zampársela sin más vueltas. A los cadáveres se los almuerzan los gallinazos que es como se llaman allá los buitres que no son acreedores. Siempre hay restos de tortugas o lobos marinos muertos a mordiscones por algún tiburón, y donde hay un cadáver se juntan cientos de carroñeros a destriparlos. Puede parecer tétrico, pero es lo bonito de esas playas, llenas de la vida misma de miles de especies animales de las que nosotros somos una más, quizá el que más come de la escala de los glotones y seguro la más peligrosa de todas.
Hablando de comer, en la costa ecuatoriana hay un espléndido molusco bivalvo llamado spondylus, una especie de ostra, grande como una hamburguesa y bien rica, pero para comerla hay que sacarla del caparazón que parece una piedra y es duro y pesado como el granito. Recuerdo que lo probé con una salsa de maní en un hotel de tacuaras cerca de Puerto López.
Montañita es uno de esos pueblos de la pacífica costa ecuatoriana. Quizá le deba el nombre al cerrito que rompe la monotonía de la playa y mete sus pies en el mar unos cientos de metros al norte del pueblo. En esa costa hay muchos pueblos parecidos, como San Pablo, Valdivia, Salango, Manglaralto o Puerto López. Todos de pescadores costeños, salpicados por alguna bonita posada para turistas.
Pero Montañita es distinto: un pueblo sonámbulo de cuatro calles que despierta de noche y duerme de día. No digo que de día no tenga su encanto, pero de noche las cuatro calles están llenas de chicos y chicas –la mitad deben ser argentinos– en una fiesta continuada entre esas calles y chiringuitos de madera y caña donde hay tragos geniales, buena música, algo rico para comer y también para fumar… hoteles improvisados en los que se puede dormir por unos pocos dólares, pero de día porque de noche lo impide el barullo de las calles y nadie quiere perderse ese sector del reloj a esa altura de la vida. Sus playas casi siempre están nubladas y pobladas de surferos hang-ten, pero más de arena que olas, que tampoco son gran cosa. Se despiertan para ver ponerse el sol en la playa y se acuestan cuando ya salió por el otro lado del planeta.
En el país más seguro del mundo puede ocurrir un hecho aislado, casi incontrolable, como el terrible asesinato de las dos chicas mendocinas de los últimos días de febrero de 2016. Después de su desaparición y antes de que las encontraran muertas le aconsejé a una amiga no ir allí, no por ser un sitio peligroso sino por que se baja la guardia y hoy no hay que bajarla ni en Dinamarca. Después pensé que no tengo autoridad moral para decirlo por haber estado allí unas cuantas veces. Pero supongo que vale el consejo, ya que al que le sugieren que no vaya, por lo menos va advertido de lo que puede pasar.
Montañita tiene el encanto extraño de la película La Playa de Danny Boyle, con Leonardo Di Caprio. Un paraíso encantador mientras no se pase la raya; lo difícil es distinguir dónde está la raya. Pero –que quede bien claro– los culpables no son los que se pasan de la raya sino los que se aprovechan de los inocentes que se pasan de la raya, a veces inadvertidos y otras con toda la conciencia del mundo, pero inocentes al fin.
4 de marzo de 2016
Cena con Umberto Eco
Nunca almorcé ni cené con Umberto Eco, pero eso no quiere decir que no lo haya soñado una y mil veces. Soñado despierto digo, que son los sueños que valen de verdad. Desde que Benjamín, un amigo de la adolescencia, me contara sus panzadas de tortellini con Eco en Bolonia, yo soñaba con hacerlo alguna vez. Y hasta soñé con estudiar en el DAMS: Discipline delle Arti della Musica e dello Spettacolo, donde era profesor don Umberto. El 19 de febrero, cuando Eco nos dejó, Benjamín me mandó un mensaje en el que despertaba esos sueños de estudiante, imposibles hace rato. Recordaba que en los años 90 se fue a vivir a Bolonia por motivos, digamos conyugales. Entonces aprovechó para estudiar semiótica con el Divino Umberto, como lo llamábamos los que nos habíamos metido en los vericuetos de esa ciencia y tratábamos de entender el Cuaderno de Tapas Azules de Ludwig Wittgenstein y la concepción trágica del signo de Charles Sanders Peirce (a esas alturas Ferdinand de Saussure era una bicoca).
Pero quedaba un sueño, que no es de estudiante y que ahora ya es también imposible.
Hace dos años y medio estuvimos cuatro amigos unos días en Bolonia. Ninguno de nosotros conocía la capital de la Emilia Romagna, ni la universidad más antigua del mundo, ni los tortellini… Nos metimos sigilosos en el Palacio de Accursio, subimos por su escalera rampante y nos perdimos en los salones que hoy sirven a la comuna de la ciudad. Con menos sigilo entramos en la basílica de San Petronio y con tremenda curiosidad subimos a la torre degli Asinelli, la más alta y la única que mantiene más o menos la vertical en la ciudad de las torres: en la Edad Media los señores competían a ver quién tenía la torre más larga, perdón, más alta (el poder siempre tuvo una connotación genital). También entramos por las puertas abiertas de algunas facultades y hasta vimos los agujeros que hizo Copérnico en la torre del rectorado para probar, antes que Galileo, con un péndulo pero nunca supe cómo, la rotación de la Tierra y su traslación alrededor del Sol.
Pero si algo vale la pena en esta ciudad de Italia es tomarse sin apuros un negroni en uno de los pórticos de la Plaza Mayor, viendo la gente pasar frente a San Petronio. Y, por supuesto, los tortellini de Tamburini, la fonda donde hacen los mejores de Bolonia y donde Eco y sus alumnos –entre ellos Benjamín– pasaban largas horas atiborrándose de buenas pastas y vino lambrusco. Una noche cenamos en un restaurante de la vía Altabella. Comimos rico y confraternizamos con la mesa de al lado: era un grupo de profesores de la Facultad de Medicina invitados por su decano que pensaban que nosotros éramos profesores extranjeros disfrutando de la buena mesa de toda ciudad universitaria.
Es que si hay algo que atrae en estas universidades de inmersión total es la belleza sumada a la juventud eterna. Lo explico, pero primero tengo que advertir que a cierta edad belleza y juventud son casi lo mismo: resulta que si hay algo que no cambia en la universidad es la edad de los estudiantes y ocurre en Bolonia desde el año 1088. Eso provoca que los profesores, que sí crecen, mantengan una juventud magnífica. La otra característica esencial en estas ciudades en que alumnos y profesores son estudiantes es la buena cocina de sus excelentes restaurantes. Será por eso de la juventud que los profesores, científicos o investigadores nunca son bien pagados, pero como son gente culta y viajada, si hay algo de lo que disfrutan es de la buena mesa y de conversar hasta morir.
Volvimos a soñar con un almuerzo o una cena con Umberto Eco después de Número cero, su último libro, ambientado en la redacción de un diario que nunca sale. Sabíamos que valía la pena viajar a Bolonia o a Milán solo para eso, pero ni a través de Benjamín y sus contactos lo pudimos encontrar. Por eso el sueño quedó incumplido, pero eso no quita que algún día vuelva a Bolonia a comer tortellini con vino lambrusco en honor del Divino Umberto.
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