Imagínese que los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro se llamen de Porto Alegre, que el Mundial de Fútbol de Rusia se llame de China o que el rally de Montecarlo se llame de Chivilcoy y que su emblema sea gaucho tomando mate... Bueno es lo que pasa con el Dakar, una competición con colores e insignias bereberes que recorre países del sur de Sudamérica en autos, buggies, pick-ups, camiones, motos, cuatriciclos a motor... precedidos y seguidos por un circo pintoresco de más camiones, pick-ups, helicópteros, aviones, food-trucks, móviles de exteriores, tráileres, motorhomes y millones de curiosos.
Nació como la carrera vale-todo que unía París con la capital de Senegal, cosiendo de norte a sur primero Francia y luego el Sahara. Por eso durante muchos años se llamó París-Dakar y resultaba una diversión muy europea, de pilotos y marcas de ese continente, pero más que nada franceses. El tramo europeo era especialmente marquetinero: los corredores paseaban en caravana por las rutas de Francia, España, Portugal, Italia, mostrando sus vehículos a los civilizados habitantes del viejo continente para luego lanzarse al frenesí en los desiertos africanos. Hasta que un día los tuaregs, los beduinos, los bereberes, los moros y hasta los chicos malos de Boko Haram se cansaron de ver pasar por sus pueblos apacibles el descontrol multicolor de intrusos europeos en sus artefactos escandalosos y empezaron a atacarlos. Fue cuando en lugar de afrontar el peligro o bajarse de la moto, el Dakar se mudó a los inocentes desiertos sudamericanos, pero no cambió de nombre ni de insignia.
Fue así como los primeros días de los últimos años parte de nuestra América se convirtió en un infierno. Infierno en las ciudades y en los campos, los montes y los desiertos que nadie tocaba, que empezaron a ser hollados por corredores sin vértigo y sin vergüenza, amenizados por espectadores suicidas, alentados por ministros de turismo y afines, por subsecretarios de medio ambiente y por las infaltables novias de parque cerrado. Todos quieren estar donde rugen los motores y disfrutar el segundo de gloria junto a los mismos corredores que cada año están... un año más viejos.
Pensaba que si quieren vértigo y desiertos, hoy no hay como los de Irak y Siria para escaparle a la muerte en una carrera sin freno. Como está mucho más cerca de las grandes audiencias, no tendrán que viajar tanto y podrán desfilar triunfales por las mismas rutas que caminan hambrientos cien mil migrantes. Hasta se me ocurrió que puede ser una buena idea vendérselo como promoción al Califato que llaman Estado Islámico y, esta vez sí, cambiarle el nombre por Rally Daesh y agregarle al emblema una Toyota Hilux artillada. Pero como puede que esta idea tarde en concretarse, se me ocurría también que por qué no se dejan de embromarnos y se van a llenar de arena sus monos antiflama a las dunas del Mar del Norte después de una partida simbólica desde adentro de la catedral de Amberes. Luego atropellan unos viñedos de Burdeos, se empantanan en las marismas del Ródano, se estrellan contra olivares de Jaén y hacen añicos algunos pueblos de la Toscana...
En fin, se friegan unos días entre ellos mismos, se riegan con tierra y barro para quedar bien embadurnados, que es lo que les gusta, y nos dejan vivir tranquilos en nuestra plácida América.