Probablemente por un ataque de ADD me equivoqué la fecha de la revisión médica para el servicio militar, así que me tocó un día en el que la hacían los rezagados: los que habían quedado como yo para la escoba por el déficit de atención o por obligaciones profesionales, como las de un famoso jugador de fútbol a quien le tocó hacerla justo un puesto antes que el mío en la fila de los futuros reclutas. Confieso que iba divertido y con ganas de hacer la conscripción gracias a las anécdotas infinitas que había oído contar a mis amigos, parientes y compañeros de estudios, a quienes en esos años o mucho antes les había tocado hacer la colimba en los lugares más dispares, desde la Policía Federal -donde se podía cumplir como voluntario- a la Antártida, embarcado en un destructor o un regimiento de montaña.
Entre los sucedidos, casi siempre muy divertidos que contaban, estaba el patrón común de la colimba: un año -dos si te tocaba en la Marina por salir sorteado en los números más altos- en el que aprendías a hacerte duro gracias a las arbitrariedades de los superiores que llegaban a agotar la capacidad de resistencia. Se suponía que así era la guerra: el soldado no piensa, obedece hasta la muerte y así se defiende a la Patria. No hay más discusión. Si lo pensabas un poco era una calamidad, pero todo valía para servir a la Patria, hacerse hombre y aprender...
Aprender era lo que me movía. A esa edad había que salir del nido familiar y convivir con gente muy distinta. Entre los estudiantes universitarios ocurría que tenías que obedecer ciegamente a personas con muy poca formación intelectual que trataban de explicar a todo un físico qué es un proyectil. O que mandaban a un botánico correr hacia unos pinos que eran cipreses.
–¡Esos no son pinos, mi cabo!
–¡Dos días de arresto recluta tagarna!
Y se acabó la discusión.
Por eso llegué con ganas pero algo prevenido a mi revisión médica en los fondos del Comando del Primer Cuerpo de Ejército, en Palermo, donde ahora hay un inmenso shopping. Cuando pasé el portón de entrada pregunté a un sargento barrigón que recibía detrás de un escritorio.
–¡Sáquese las manos de los bolsillos! Contestó con furia fingida y desprecio real.
Desde ese momento intenté salvarme, así que usé la coartada del soplo al corazón cuando el médico me auscultó en una fila que parecía la foto de un campo de concentración. Lo conseguí después de ocho días de electrocardiogramas, dopplers y ecografías porque me mandaron al Hospital Militar y el residente que me tocó decidió practicar todos los aparatos con mi soplo -es congénito y lo tengo de verdad pero no era suficiente para salvarme de la colimba. No me costó convencerlo de la inconveniencia de perder un año de mi vida haciendo saltos de rana en Campo de Mayo o quién sabe dónde, así que el bueno de él me firmó la excepción.
Eso era el servicio militar: una lamentable pérdida de tiempo. Y estoy seguro de que si no lo fuera nos hubiéramos alistado con ganas. Habría para aprender miles de cosas en ese año o dos del servicio militar en los que también se nos podía entrenar en las virtudes militares en lugar de contaminarnos con sus vicios. Hubiera hecho encantado la conscripción en la montaña, en un regimiento de paracaidistas, en los mares del sur, navegando los ríos de la Patria o en el escaso aire del altiplano. Aprenderíamos con gusto a convivir con otros argentinos a quienes jamás hubiéramos tenido ocasión de conocer. Muchos estudiaríamos encantados estrategia o historia militar, utilísima para cualquier situación de la vida y sobre todo para la política. Pero nunca fue eso sino una suerte de esclavitud por un año... o dos si te tocaba la Marina.