Un buen día me dice la secretaria del diario, en la dirección de
El Territorio, que un arqueólogo quiere hablar conmigo y que está ahí mismo esperando detrás de la puerta. ¿Para qué querrá verme un arqueólogo? me pregunté, convencido de que los estudiosos de la antigüedad no tienen nada que ver con los historiadores de la actualidad que somos los periodistas.
El hombre entró con mapas enrollados bajo el hombro y otros documentos que se le caían de las manos. Traía, además, una vehemencia exagerada. Despeinado, enjuto, afiebrado, vivaracho, me contó que había sido novicio jesuita y que luego había estudiado historia, antropología y arqueología y me pidió discreción absoluta. Desplegó los mapas sobre la mesa y me contó el secreto: en un lugar de la costa del Paraná había enterrado un tesoro guaranítico que el lago de la represa de Yacyretá inundaría sin remedio. Tenía el dato y pedía ayuda al diario para desenterrarlo antes de que se pierda. A cambio nos daría todos los derechos de publicación del descubrimiento. No era mala idea.
Allí fuimos con nuestros disfraces de Indiana Jones. El hombre sabía lo que hacía. Marcamos el terreno con unas cuerdas y empezamos a excavar primero y luego a cepillar la tierra en un barranco de la costa del río en el que empezaron a aparecer unos restos de alfarería que podían ser cacharros de mi abuelita. Con mucho cuidado conseguimos desenterrar unas vasijas de boca grande que contenían restos humanos. Eran urnas funerarias bastante rotas, pero se podían reconstruir si teníamos todos los pedazos. Cuando le pregunté de qué época serían, el arqueólogo me contestó que era imposible de saber: el carbono 14 tiene un margen de error de unos 5.000 años y en el 3.000 antes de Cristo no había guaraníes. Además en esos 5.000 años la cultura guaranítica no había cambiado: eran iguales las urnas de la época de Noé o las de anteayer. Es decir que mientras el mundo pasó de la edad de bronce al teléfono celular estos buenos señores ni siquiera habían cambiado las marcas de sus uñas en el barro de las vasijas.
Llegamos con las urnas al diario y allí empezamos la reconstrucción, pero sobre todo publicamos el descubrimiento a toda portada y lo seguimos durante varios días mientras duraba el proceso de restauración de las vasijas. Durante un mes la dirección del diario parecía el Museo Británico y en las páginas nos felicitábamos por haber contribuido a un descubrimiento arqueológico de primer orden, por lo menos para lo que se puede encontrar en nuestra región.
Hasta que un día la recepcionista nos anunció otra visita: esta vez hacía antesala la Ministra de Cultura de Corrientes, la provincia vecina a la de Misiones. “Vengo a buscar las urnas que nos robaron” me retó con la misma vehemencia que el arqueólogo me propuso descubrirlas un mes antes. No había dudas: las urnas estaban en la provincia de Corrientes y no en la de Misiones y por tanto eran de ellos. Había elevado una queja formal a las autoridades de nuestra provincia y amenazaba con tomar medidas muy serias si no se las entregábamos.
Nunca más vimos nuestro tesoro, pero nos conformamos con no terminar en una cárcel correntina. Para colmo nuestro robo estaba perfectamente documentado en las páginas del diario. Así que solo nos quedó... esta historia.