No crea que es tan normal: muchos europeos y ciudadanos de otros países del mundo razonan exactamente al revés: antes está la vida porque sin ella no hay ni libre ni esclavo. Entonces prefieren no ser libres antes que morir. Por eso se explica la esclavitud que todavía campa con formas que no tienen nada que ver con las antiguas. Siempre me pregunté cómo un puñado de hombres, por más armas que tengan, son capaces de mantener a raya a miles de prisioneros, o de esclavos, o millones de ciudadanos en macrocárceles que llaman países. Y también me asombra la capacidad sin tiempo del ser humano para escaparse de sus carceleros jugándose la vida. Ocurrió en la época de Espartaco, en la era de los campos de concentración de todos los colores, con la Cortina de Acero, en el Caribe salpicado de cubanos flotando en cámaras de camiones, o cada verano en todo el Mediterráneo, desde Lesbos a Gibraltar.
Libertad o muerte gritan fuerte los desgraciados en nuestras cárceles, tanto que lo primero que le sacan a uno cuando cae preso es todo lo que pueda servirle para quitarse la vida.
La pasión por la libertad ha guiado nuestra historia gloriosa cuando nos independizamos de los déspotas europeos, pero también es la que nos va a salvar siempre de los autoritarios que nacen cada tanto en nuestra América y se sirven de la democracia para asfixiarla. Los de hoy están como en El otoño del Patriarca de García Márquez, deambulando solitarios por los salones del palacio que perdió la vista al mar porque un día lo vendieron para terminar de pagar las cuentas de sus extravíos.